Por José Navia
Fotografías: Joaquín Sarmiento © 2010
Parado en una esquina del antiguo lazareto de Agua
de Dios, me resulta imposible escapar a la morbosa intención de examinar el
rostro, los brazos y, sobre todo, los dedos de quienes caminan por la calle
principal, en busca de las llagas y mutilaciones causadas por la lepra.
Pero a nadie le falta nada. En cambio, se ven jovencitas de ombliguera, alegres
y saludables, y parejas de novios riéndose de nada. En la plaza principal dos
turistas fotografían la estatua en piedra del más ilustre de los leprosos de
Agua de Dios, el músico Luis A. Calvo, sentado frente a su piano. Un grupo de
vecinos adornaba una carroza para la Virgen del Carmen. En ninguno de ellos
noté rastros de la pavorosa enfermedad.
Al final de la tarde aparecieron dos indigentes. Les faltaban algunos dedos y
tenían la nariz aplastada debido a la destrucción del tabique, señal
inconfundible de la lepra. Luego, un hombre en silla de ruedas cruzó de prisa
la calle principal. Estaba mutilado. Pero ni él ni los indigentes exhibían las
úlceras bíblicas con las que san Lucas describe al leproso que recogía migajas
en la puerta del rico Epulón, mientras los perros le lamían las llagas.
En la estación de Policía un patrullero recién llegado, a quien ya le habían
contado que el pueblo fue fundado por el gobierno a mediados del siglo XIX para
albergar leprosos, estaba algo inquieto.
—¿Será que eso es prendedizo? —preguntó.
—Pues los médicos dicen que la mayor parte de la población del mundo es inmune
a la lepra —le contesté—. Es una lotería.
Por lo demás, Agua de Dios lucía como cualquier pueblo de tierra caliente.
Carritos de helados, algarabía en la calle del comercio, ancianos solitarios
cabeceando en las bancas del parque. Dos hombres de megáfono rifaban una moto,
un LCD y un home theater.
Para llegar a Agua de Dios desde Bogotá hay que recorrer 120 kilómetros hacia
el suroccidente por una vía pavimentada. Los últimos cinco se hacen por un
ramal bordeado de bosques en los que nace una corriente de aguas azufradas. Los
pobladores les atribuyen poderes medicinales. Dicen que es 'agua de Dios'.
Por la noche, lo más notable es el crossover a todo
volumen que brota de las cuatro casetas que venden cerveza junto a la plaza
principal: Una vez bailaba yo, con mi novia en el Callao….
El seguimiento a las huellas de la lepra en las calles de Agua de Dios se
aplazó para el día siguiente. A las 4:53 de la mañana llegamos con Joaquín
Sarmiento, el fotógrafo, al parque principal para presenciar la alborada en
honor a la Virgen del Carmen. El único lugar abierto era la plaza de mercado,
fundada a principios del siglo pasado por leprosos que invirtieron allí el
subsidio que les daba el gobierno.
Un cotero comenzó a quemar cohetes a las cuatro en punto. Lo apodan 'Curí'. Es
flaco, trigueño y lleva una barba de pirata, negra, sucia y desordenada. Tiene
unos 55 años. Nació en Manta, Cundinamarca, y es evidente la felicidad que
siente al despertar a medio pueblo en nombre de la Virgen.
—Mi papá se enfermó de lepra y se lo trajeron a la fuerza, y como a los tres
meses mi mamá se vino detrás de él. Yo tenía siete meses —dice 'Curí' en el
entre oscuro y claro de la madrugada—. En la plaza casi todos tenemos un
familiar enfermo de lepra, pero ya nos acostumbramos. Nos da lo mismo si es
sano o si es enfermo.
Dentro de la plaza de mercado se ven las siluetas de los primeros vendedores de
frutas y verduras. Uno de los que organizan su puesto es Luis Carlos Ruiz. Su
mamá también era leprosa. Llegó de Ramiriquí, Boyacá.
El primer cliente del único puesto de tintos que hay abierto a esta hora es
Sixto Fúquen. Maneja el colectivo número 12 de Cooveracruz. Sixto es hijo de
una persona enferma de lepra.
El padrastro del vendedor de tintos, la abuela de un comerciante de mazorcas y
las tías de otros dos verduleros también son leprosos. Y por si quedan dudas de
la presencia de esa enfermedad en la aparente normalidad de este municipio de
Cundinamarca, el administrador de la plaza de mercado, Edilberto Calderón, es
enfermo de lepra.
A él y a los demás enfermos de Agua de Dios les disgusta que les digan
leprosos. "Así le dicen a la gente indeseable: 'Usted es una lepra'",
alega un hombre cuya madre sufre de ese mal. Otro argumenta que el calificativo
leproso pone a los enfermos en el mismo costal con los sicarios y maleantes de
muy baja ralea a quienes sus propios compinches insultan al compararlos con
otra enfermedad, una genital: ¡Vos sos una gonorrea! Como en las películas de
Víctor Gaviria.
El nombre que ellos prefieren suena refinado: enfermos de Hansen. Es noruego.
La enfermedad fue bautizada así por el médico Gerhard Hansen, quien descubrió
en 1874 el bacilo que causa el mal.
En todo caso, Edilberto Calderón no se ve como el mendigo de san Lucas. Tiene
cuello de toro y barriga prominente. La única marca visible que le dejó la
lepra es una cicatriz en forma de tajo en su antebrazo izquierdo.
—Me estaba bañando cuando me vi la herida —dice Calderón—. Se veía la carne
pero no me dolía ni salía sangre. Yo pensé que me habían hecho brujería, pero
mi mamá, que es enferma de lepra, me mandó para el sanatorio a que
me hicieran exámenes.
El sanatorio funciona en un edificio azul y blanco, de dos pisos, ubicado junto
a una vía pavimentada que atraviesa el pueblo de sur a norte.
Casi un mes después, Edilberto regresó por los resultados. Un médico lo hizo
sentar y le dio la noticia.
Por protocolo, los médicos del sanatorio de Agua de Dios les explican a los
pacientes que la lepra es una enfermedad infecciosa causada por un bacilo, el
Mycobacterium leprae, que puede estar en cualquier parte, sobre todo en los
lugares densamente poblados.
Pero también les aclaran que más del 99 por ciento de la población mundial es
inmune a la bacteria y, si se trata a tiempo, no causa daños en el cuerpo.
Además, según la Organización Mundial de la Salud, para contagiarse se necesita
que haya un contacto "estrecho y frecuente" con pacientes que no
hayan recibido tratamiento.
Las explicaciones adicionales van de acuerdo con la curiosidad del enfermo. Les
cuentan, por ejemplo, que existe un solo tipo de lepra, pero que las
manifestaciones dependen de las condiciones inmunológicas de cada persona.
A algunos enfermos se les manifiesta en manchitas, que pueden tardar 20 años en
desarrollarse; a otros les da la llamada 'mano de garra' o 'mano de tigre', que
es la contracción de los dedos por la muerte de los nervios que transmiten la
orden de movimiento desde el cerebro.
Ese misma lesión puede causar la 'mano de predicador', o recogimiento de los
dedos meñique, anular y del corazón.
—Una persona puede estar enferma de lepra y no tener nunca una úlcera. Las
úlceras dependen de si la persona tiene problemas vasculares —dice el médico
Fernando López.
Para explicar cómo puede comenzar la lepra, el médico López me examina la
pierna izquierda.
—Usted aquí tiene una despigmentación de la piel… ¿si ve esa manchita?
—Huuyy, doctor, no me asuste.
El médico presiona con el índice el lugar donde me descubrió la manchita, cerca
de la rodilla. El corazón se me acelera.
—¿Siente? —pregunta en tono serio.
—Sí, doctor.
—Menos mal —dice el doctor López—, porque si hubiera perdido la sensibilidad
tendríamos que solicitar inmediatamente algunos exámenes más específicos.
Por unos segundos me quedé sin preguntas. En circunstancias similares, el
doctor López ha descubierto a portadores del bacilo de la lepra que
andaban por la vida sin conocer su situación.
En el caso de Edilberto Calderón, el médico del sanatorio le aseguró que si se
tomaba la droga con juicio y mantenía hábitos saludables de vida, se podía
curar en uno o dos años.
Desde ese día, Edilberto comenzó a tomar a diario las pastillas de Dapsona,
Clofazimina y Rifampicina. Ese es el tratamiento universal en países como
Brasil, India, Madagascar y algunas naciones africanas donde se detectaron
249.000 nuevos casos en el 2009.
En Colombia se diagnostican 500 casos al año, especialmente en la costa
atlántica y en los Santanderes.
Cada dosis del tratamiento viene en blíster que alcanza para un mes y cuesta unos
35 dólares, pero el gobierno colombiano la entrega gratis en los sanatorios de
Agua de Dios y Contratación (Santander) y en ciudades como Bogotá,
Barranquilla, Bucaramanga y Cali.
El día en que recibió la noticia, Edilberto Calderón caminó pensativo hasta su
casa, en el barrio María Auxiliadora, para contarle a Carmen Luengas, con quien
vivía en unión libre desde hacía año y medio.
—Papi, hay que tomarla suave porque ya qué se puede hacer —le dijo la mujer.
Calderón cuenta que dejó de fumar, de trasnochar y de tomar cerveza en alguna
de las tres tabernas que conforman la Zona Rosa de Agua de Dios.
Al cabo de un año los exámenes salieron negativos. Calderón es padre de dos
hijos de 4 y 10 años. Nacieron sanos. Cada vez que puede, el administrador de
la plaza de mercado va hasta el vecino puerto de Girardot, a orillas del río
Magdalena, a comprar sartas de nicuro, bagre y bocachico.
—Si uno está bien alimentado el bacilo no puede hacer nada —dice.
Al igual que Calderón, la mayoría de los 14.000 habitantes de Agua de Dios no
conocen la vida sin la lepra. Algunos de ellos tienen familiares recluidos en
uno de los tres albergues donde atienden a 242 enfermos, la mayoría mutilados.
Hay varios con úlceras.
Sin embargo, lo que para los de afuera es horroroso y repugnante en este pueblo
es tan normal que algunas personas sanas se casan con enfermos de Hansen.
Como Ana Inés Gallego, que completó 31 años de matrimonio con Germán Rubiano, a
quien le detectaron la enfermedad a los 9 años.
Se conocieron en el albergue Boyacá. Él era el encargado del aseo en la
cafetería y ella, la empleada doméstica de una enfermera. Una tarde, Ana Inés
acompañó a su patrona al albergue y se dio una vuelta por el lugar.
Germán le echó el ojo. Averiguó por la muchacha y le contaron que era novia de
otro enfermo. Uno de apellido Acero.
—Apuesto a que le quito la novia a ese man —le dijo a un amigo leproso. Desde
ese momento se dedicó a perseguirla hasta que Acero, enterado del asunto, le
hizo el reclamo a su prometida.
—¿Qué le pasa
, ¿acaso yo me le he escriturado a usted? —le respondió la mujer. A los pocos
meses la joven se casó con Rubiano, a quien, para esa época, ya le habían
controlado el bacilo.
—Yo no les tengo vaina a los enfermos porque a cualquiera de nosotros nos puede
dar. Además, a él ni se le nota. Apenas se le deformó un pie y los dedos, pero
los tiene completicos — dice Ana Inés Gallego.
La mujer asegura ser la prueba viviente de que la lepra no es contagiosa.
—¡Qué va a ser contagiosa…! si tuvimos cuatro hijos y todos nacieron sanitos!
Si tenemos hasta nietos y ojalá usted los viera.
En Agua de Dios cuentan la historia de otro enfermo de lepra que tuvo 12 hijos
con una mujer sana. El semental se llamaba Antonio Castelblanco, de Jenesano,
Boyacá. Murió el pasado 18 de enero. Tenía 90 años.
Su hijo menor, Jairo, nació sano y tiene dos hijas, de 11 y 12 años, sin
señales de lepra.
—A los 2 años les hicieron el examen y salió negativo, pero si Dios quiere que
les dé pues qué se va a hacer —dice Jairo quien, como todos los habitantes de
Agua de Dios, están resignados a que un día los declaren enfermos de Hansen.
Así les ha ocurrido a 19 personas en los últimos cuatro años.
Otros 16 enfermos han llegado en ese mismo lapso al sanatorio desde Melgar,
Girardot, Bogotá y Mariquita. Algunos regresan a sus casas y otros, los más
pobres y los más graves, son remitidos a los albergues.
El enfermo más joven del albergue Boyacá es Edwin Andrés Rodríguez, un pescador
de Prado, Tolima. Tiene 24 años. A mediados del 2009 supo que él y su padre,
José Vitelio, tenían lepra.
—A mi papá le hicieron el examen en el hospital de Ibagué porque se le acható
la nariz, y como salió positivo, nos lo hicieron a mi hermano y a mí. Yo
también salí positivo; pero yo no sabía que eso era grave —dice Edwin Andrés, a
quien se le está secando la mano derecha y tiene recogido el dedo meñique desde
los 13 años.
Padre e hijo llegaron el 4 de agosto del 2009 al albergue Boyacá. En junio
pasado, después de diez meses de tratamiento, Edwin Andrés volvió a salir
positivo, así que le recetaron otros tres meses de droga.
El muchacho pasa los días jugando con su papá y con otros de los 154 pacientes
del albergue, ubicado en la misma calle del sanatorio. Juegan dominó y 'hueca',
que es igual al parqués, pero con un solo dado.
Por los cuatro pabellones del albergue Boyacá, pintados con los mismos colores
del Sanatorio, se ven ancianos en sillas de ruedas con el rostro deformado y
mutilaciones en brazos y piernas.
Las enfermeras del primer turno llegan a las siete de la mañana a bañar a los
mutilados y a curar las úlceras.
Los pabellones están separados por corredores en tierra sembrados con árboles
de mango. Pisos y paredes lucen impecables. La voz de Rolando Laserie se
escucha por los altoparlantes: Vieja calle de mi barrio donde he dado el primer
paso….
A unas cuantas cuadras de este lugar está el albergue San Vicente. Allí viven
29 mujeres mutiladas por la lepra. 'Chelita' es una de ellas. Tiene 79 años. La
enfermedad le quitó la vista, los dedos de sus manos y la redujo a una silla de
ruedas.
Sentada junto a la cama, con sus gafas negras y el cuerpo menudo envuelto en
una bata de color guayaba, 'Chelita' luce indefensa. Es, quizá, lo más parecido
a un ángel. Se ve alegre y no para de reír, contar historias, agradecer a Dios
y recitar poemas.
La trajeron a la fuerza desde Popayán cuando tenía 6 años. En esa época estaba
en plena vigencia la férrea política gubernamental de lucha contra la lepra.
Agentes del gobierno perseguían a los leprosos y, sin importar la edad, los
arrancaban de su familia y los transportaban al lazareto como animales. Los
enfermos comparan ese lugar con un campo de concentración.
—Había una alambrada de púas alrededor del pueblo vigilada por la policía para
que nadie saliera, había retenes y una casa de desinfección donde desnudaban a
la gente y la pasaban por salas a vapor —dice María Teresa Rincón, la encargada
del Museo de la Lepra, ubicado en el centro del pueblo.
—A los enfermos los sacaban amarrados de sus casas y los traían hasta Tocaima
en tren, en vagones con banderas amarillas para que nadie se acercara. Después
los arreaban a pie hasta la orilla del río Bogotá y los pasaban en una tarabita
—cuenta Alonso Rojas, quien preside una asociación creada para defender los
derechos de los enfermos de lepra, como el subsidio, equivalente a un salario
mínimo, que reciben quienes sufren de este mal.
A Rojas lo trasladaron desde Pitalito cuando tenía 12 años. Pocos días después
de llegar a Agua de Dios recibió un telegrama de su padre: "Quemaron casa
con todo adentro. Te extrañamos".
Las medidas del gobierno para controlar la lepra incluían una moneda con
denominaciones de uno a 50 centavos. Le decían la coscoja. Con esa moneda les
pagaban a los leprosos el subsidio. Algunos habitantes aún guardan coscojas en
los armarios y las venden por 30 o 40.000 pesos a algunos turistas que ya han
vencido el horror que causaba el lazareto de Agua de Dios.
El estigma comenzó a derrumbarse en 1961, cuando una ley acabó con el lazareto
porque la enfermedad podía ser controlada con medidas sanitarias. Además,
autorizó la creación del municipio de Agua de Dios.
La norma, además, les permitió a los leprosos recuperar los derechos civiles
que habían perdido a mediados de 1800. Los enfermos no tenían cédula de
ciudadanía sino una libreta de color azul, que solo les servía para reclamar el
subsidio.
Con el cierre de los retenes y la caída de la alambrada, Agua de Dios se volvió
un pueblo tan normal que hasta prostíbulos tenía. Uno de los más conocidos,
Marquetalia, era regentado por 'la Pateloro', una enferma de lepra a quien
recuerdan como una mujer blanca, de cara bonita y muy atenta.
Casi toda la clientela provenía de los cultivos de algodón de los alrededores.
Quizá por eso, cuando los algodoneros se arruinaron, las putas se marcharon.
Alonso Rojas dice que él y otros enfermos de lepra también iban a Marquetalia,
pero solo a tomar cerveza y a ver a las muchachas "porque el subsidio no
alcanzaba para más".
Además de considerar que Agua de Dios es "un paraíso por descubrir",
algunos habitantes no salen de su pueblo para evitar que los acribillen con
preguntas truculentas sobre la lepra.
Como le ocurrió a Ana Inés Gallego con una mujer que acababa de conocer.
—¿Es cierto que en Agua de Dios la gente va caminando por la calle y se le caen
los dedos o los brazos? —le preguntó con un tono irritante.
—Sí —le respondió Ana Inés—. Una vez vi a un enfermo de lepra al que se le cayó
la cabeza en la calle.
—¿Y qué pasó? —interrogó la mujer con los ojos desorbitados.
—Nada. La recogió, se la puso y siguió caminando.
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