Por Camilo Jiménez Estrada
Fotografías: Carlos Saavedra
Impresión parece un apartamento
modelo. Aproximadamente cien metros cuadrados, último piso, balcón, sala
comedor, tres cuartos, dos baños. Sofá y sillas cómodos, todos del mismo color;
sobre la mesa de centro, un par de candelabros genéricos con velas decorativas.
En la cocina, una pared naranja frente a la puerta; en la de al lado, blanca,
cuelgan en perfecta sintonía de naranja los instrumentos de plástico para
cocinar: espumadera, espátula, cucharón; dos limpiones del mismo color están
acomodados sobre la manija del horno. En los cuartos, lo esperado: una cama
doble con cojines en la misma paleta de color del sobrecama, y una cómoda; un
televisor inmenso en la pared. En otro cuarto, un portátil HP y su impresora,
misma marca, sobre una mesita de las que se compran en los supermercados y se
arman en casa; un sofacama y una silla ejecutiva alcanzan a estorbar un poco en
el espacio reducido del estudio. El otro cuarto está vacío, a la espera del
hijo que va a llegar.
No hay nada mal puesto, una mota
de polvo, un cuaderno abierto, un recibo de Carulla arrugado sobre una mesa,
una media guardada de afán en un cajón que no cerró del todo. En la foto de una
revista este lugar pasa sin dudarlo como el apartamento modelo de un edificio
que apenas se construye. Hasta que detrás de la mesita donde está el laptop,
medio tapado por el espaldar de la silla ejecutiva, se alcanza a ver algo. Es
un telescopio Tasco mediano, de un modelo no muy vistoso. Ahora sí puede que el
fotógrafo que me acompaña crea que aquí vive Iván Zozulak, un hombre de 32 años
con cara de 26, que a los 10 fue identificado como niño genio.
—Es
un término con el que no estoy muy de acuerdo —dice.
***
Stanford-Binet: es el test para
medir la inteligencia que se aplicó en el mundo entero durante casi todo el
siglo pasado. Arroja un número que, se supone, indica el grado de inteligencia
de la persona. Es el que todos conocemos como CI, o coeficiente intelectual.
Lewis Terman, el psicólogo de la Universidad de Stanford que lo diseñó,
consideraba que la inteligencia era hereditaria y podía medirse mediante
pruebas de razonamiento lógico.
Según esa medida, el 98% de la
población se encuentra en un rango entre 90 y 110. Una persona con síndrome de
Down puede estar por los 70 o 75, y uno de los que llamaban antes superdotados
está por encima de 130. Para ilustrar: Albert Einstein y Bill Gates comparten
el mismo CI, 160. El de Bobby Fischer era de 187, y el de Madonna es de 140. El
de Andy Warhol era de 86.
A partir de la década del setenta
se empezó a discutir la teoría de una inteligencia única, hereditaria e
inmóvil, y, en 1983, Howard Gardner publicó su famosa teoría de las
inteligencias múltiples. Son siete: lingüística, lógico-matemática, visual y
espacial, corporal y cinética, musical, intrapersonal e interpersonal. Se
empezaron a considerar otros factores además de la herencia: el ambiente, la
ocupación y el nivel educativo de los padres, la manera en que manejaban las
emociones y en que sus padres se relacionaban con ellos… En su genial libro
Fueras de serie Malcolm Gladwell pone el asunto en términos ecológicos: “El
roble más alto del bosque es el más alto no solo por haber nacido de la bellota
más resistente, sino también porque ningún otro árbol le bloqueó la luz del
sol, porque el subsuelo que rodeaba sus raíces era profundo y rico, porque
ningún conejo le mordisqueó la corteza cuando era un tallo joven ni ningún
leñador lo taló antes de que madurara”.
Las pruebas Stanford-Binet
comenzaron a desaparecer del sistema educativo en casi todo el mundo, o a
complementarse con otras que midieran más allá de la inteligencia lógica. Sin
embargo, se seguían aplicando en muchos países, Colombia entre ellos, hasta
bien entradas las décadas del ochenta y el noventa. Al fin y al cabo, se trata
de una referencia.
***
—No
te lo voy a decir —contesta Iván con una sonrisa—. Nadie de mi generación te va
a decir su CI, es como preguntarle a alguien cuánto gana.
La generación a la que se refiere
son sus compañeros de colegio, graduados a edad temprana del Instituto Alberto
Merani, de Bogotá. Desde su fundación en 1988 y hasta el 2000, cuando cambió
radicalmente su modelo pedagógico, el instituto estuvo enfocado hacia la
educación de niños con capacidades excepcionales.
—Éramos
cinco personas de todo el país con coeficientes intelectuales asombrosos, de
más de 150.
A los 10 años, en Bucaramanga,
Iván era el primero de su clase, aprendía todo sin mayor esfuerzo, memorizaba
completos, con una sola lectura, los libros que le regalaban. Un pariente que
trabajaba en Ecopetrol lo inscribió en un experimento que realizarían unos
“niños genios” de Bogotá, quienes iban a trabajar con los ingenieros del
Instituto Colombiano de Petróleos durante unas semanas. Los niños iban enviados
por el Instituto Alberto Merani.
Al terminar, los resultados de
Iván sorprendieron a los ingenieros y a los representantes del colegio, y el
rector lo trajo a Bogotá para hacerle pruebas.
—Una
semana después ya estaba matriculado en el Merani, con una gran ayuda de Julián
de Zubiría, el rector. Mi mamá no podía costear mis estudios y la estadía aquí,
pero también hizo un gran esfuerzo y se trasladó a Bogotá.
En Bucaramanga Iván cursaba sexto
grado, pero según las pruebas su edad mental estaba más cerca del octavo. Le
pasaron libros y le hicieron pruebas para promoverlo dos grados: los hizo en
una semana. En otra completó noveno. En dos semanas avanzó de matemáticas de
sexto grado a álgebra, trigonometría, cálculo infinitesimal… Pusieron a su
disposición todo tipo de materiales para sus áreas de interés.
—Cada
uno de nosotros tenía una especialidad: a un compañero le gustaba la química, a
otro la filosofía, a otro la biología. Lo mío era la astrofísica.
Todos los días después del
colegio, con 12 años, Iván asistía a la Universidad Nacional a clases de Física
pura, y después vio materias de Ingeniería Industrial en la Escuela Colombiana
de Ingeniería. Los domingos daba conferencias sobre astronomía en el Planetario
Distrital.
—Éramos
un poco un circo en esa época —dice Iván mientras miramos artículos de Cambio
16, de El Tiempo y de La Prensa dedicados a él y a sus compañeros.
***
Leta Hollingworth fue otra
psicóloga dedicada al estudio de niños excepcionalmente dotados en las primeras
décadas del siglo pasado. Según sus investigaciones, los niños con un CI muy
superior —160 y más— desarrollan un interés marcado por los orígenes, el
destino, la divinidad, el universo. Las grandes preguntas. También advirtió que
los niños que tenían un CI superior a 160 “jugaban menos con otros niños”.
***
El mito del genio solitario,
excéntrico o incomprendido está bien marcado en el inconsciente colectivo. Su
estandarte es la foto de Einstein con su saco raído y su peinado estrepitoso, o
el retrato que le sacó Arthur Sasse en 1951 en el que el físico saca la lengua.
Más recientes y recordadas por muchos son las salidas de cuadro de Bobby
Fischer, el genial ajedrecista nacido en Chicago: no se presentaba o cancelaba
encuentros a última hora, hacía pataletas, insultaba, aparecía con barba de
náufrago y descalzo en un aeropuerto. Un genio maleducado. (Durante el “combate
del siglo” contra Spassky en Islandia, en 1972, un comentarista del
International Herald Tribune escribió: “Mientras Spassky se sume en una
meditación profunda sobre el siguiente movimiento, Fischer se come las uñas, se
saca los mocos y se limpia los oídos entre jugada y jugada”.) El mito se
refrescó hace pocos años con la película Una mente brillante, basada en la vida
del matemático John Nash.
Existen relaciones entre el
comportamiento solitario o excéntrico y la excepcionalidad intelectual; no
obstante, los porcentajes al parecer no son significativos como para afirmar
que todos o la gran mayoría de las personas excepcionales tienen algún desorden
de comportamiento notorio. Estudios de diferentes países coinciden en que
alrededor del 60% de esta población fracasa en la escuela. Pero más adelante,
en la adultez, en algunos se incrementan los problemas de adaptación o
socialización y en otros disminuyen. Mejor dicho, como la población con
inteligencia promedio.
Por estos días la comunidad
científica está revisando una investigación amplia adelantada por tres
académicas españolas en Islas Canarias. En un artículo publicado en 2011,
titulado “Evidencias contra el mito de la inadaptación en las personas con
altas capacidades intelectuales”, las autoras afirman que los resultados de su
estudio “no permiten concluir que el alumnado de altas capacidades sea más
adaptado”, pero sí que “parece existir independencia entre la adaptación y la
inteligencia”. En Estados Unidos, el país que más ha estudiado a las personas
con alta capacidad intelectual, también se vienen publicando investigaciones
que desvinculan las variables “excepcionalidad” e “inadaptación”. Dentro de la
comunidad científica este es prácticamente un hecho aceptado, pero en nosotros
pervive el mito.
Como en el desarrollo de la
inteligencia, influyen en el comportamiento adulto de los niños excepcionales
el ambiente, el manejo de las presiones cuando llega un diagnóstico de
excepcionalidad, las elecciones que tomen el muchacho y su familia alrededor de
su educación. Que ningún conejo mordisquee el tallo, que otro árbol no le tape
el sol.
Para confirmarlo, ahí está Iván
Zozulak sentado en el sofá de su apartamento modelo, como cualquier hijo de
vecino.
***
—Siempre
tuve una característica única dentro de mis compañeros. Tenía capacidad social,
o inteligencia emocional, si se quiere. Para mí era importante hacer amigos,
tener noviecita, salir, jugar fútbol.
Para Iván, las dificultades de
adaptación que enfrenta una persona de altas capacidades pueden ser comparables
a las que enfrenta una persona con limitaciones intelectuales.
—El
mundo está diseñado para ese 98%. Piensa en eso. La sociedad, la publicidad,
los medios de comunicación, las leyes, los discursos académicos y el sistema
financiero están pensados para la mayoría. Uno a veces no le encuentra la
lógica a costumbres o a procedimientos establecidos, entonces toca ajustar los
parámetros. Algunos podemos hacerlo, otros no.
Las personas excepcionalmente
dotadas son más sensibles a las situaciones y a los cambios ambientales. Son
algo obsesivos, perfeccionistas. Necesitan exactitud, precisión. Que el naranja
de la pared de la cocina sea idéntico al del cucharón para servir la sopa. Nada
escandaloso dentro de la política de normalidad que quiere Iván para su vida.
***
Con 14 años, graduado del
colegio, Iván partió con una beca para República Checa. Quería conocer la
tierra de su padre, un inmigrante que había muerto en Medellín cuando Iván
apenas tenía cuatro años. Estudiaría Astrofísica, y la beca contemplaba un año
para aprender el idioma.
Al finalizar ese primer año había
aprendido checo, pero también ruso y eslovaco; había trabajado de camarero y
barman, pero ya tenía un bar de música latina en Praga. Con 15 años no podía
pedir un trago en un bar, pero era dueño de uno, en asocio con un amigo cubano
que hizo los papeles.
—En
ese año lejos de mi casa, solo, empeñado en no pedirle ayuda a mi mamá porque
sabía los sacrificios que había hecho, me di cuenta de que la vida era otra
cosa. Que la felicidad no estaba en el cielo sino aquí, con la gente. Toda mi
vida iba dirigida a trabajar en la NASA, pero me gusta más la vida sencilla,
sentarme acá a conversar contigo.
Terminó Economía en tres años
—dura cinco—, y en uno más completó dos maestrías, una en Negocios
Internacionales y otra en Macroeconomía. A los 19 era el director administrativo
de Motorola; luego vendrían trabajos de primer nivel de responsabilidad en
Telefónica, en Tiscali International Network y en otras multinacionales. Luego
fundó su empresa, desarrolló un software sofisticado que necesitaba la
industria de las comunicaciones y lo vendió a una multinacional...
—A
los 26 años podía pensionarme. Entonces me vine a Colombia, después de 15 años
sin venir ni de vacaciones. Quiero estar aquí, tranquilo, con amigos nuevos y
viejos, con mi novia, con quien llevo dos años de felicidad.
Laura, su novia, también fue
identificada cuando niña como excepcional. Se entienden, Iván dice que hablan
de todo y en profundidad. Al fin ha encontrado su alma gemela.
—Tuve
muchas, muchas relaciones, pero con nadie me acomodaba, o nadie se acomodaba a
mí —se ríe—. Todo ha pasado muy rápido en mi vida. ¿Te conté que tengo una
hija? Ya tiene 11 años… Cuando tenía 19 estuve casado dos años con una checa…
La ropa de Iván es como su
apartamento: sobria, cómoda, de tonos que se hermanan. Modesta. Nada llama la
atención. Es evidente que quiere vivir una vida normal, mediana.
—Entendí
que para uno estar tranquilo y bien tiene que tener la mente abierta, aprender
de todo el mundo, adaptarse. Es puro Darwin: el que sobrevive es el que se adapta.
Antes de despedirnos, Iván abre
el armario de su estudio y nos muestra su santuario: camisetas, entradas,
gorras, bufandas rojas: es un hincha juicioso del Santa Fe. Está bien: nadie es
perfecto.
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