Por Marco Avilés
Fotografías: Daniel Silva
El cocinero Pedro Miguel Schiaffino nunca antes se ha enfrentado a un
pescado tan monstruoso como el turushuqui que sostiene entre sus manos. Lo ha
hallado en el mostrador de una tienda ambulante, en el alborotado mercado de
Belén, en Iquitos, la ciudad amazónica más grande del Perú, y ahora lo examina
con el asombro del arqueólogo ante una pieza mitológica. “Qué beeestia”,
exclama arrodillándose ante el animal, y le acaricia la cabeza como a una
mascota dormida. El turushuqui no solo es feo: su cuerpo está protegido por una
coraza de cuyo lomo sobresale una cordillera de uñas gruesas como las de una
motosierra. La cabeza es grande como la de un jabalí y el hocico guarda un
juego de colmillos filosos. Los ojos negros, como proyectiles, envían un
permanente aviso de peligro. Que Schiaffino nunca haya visto un ejemplar de
esta especie le confiere al hallazgo una extrañeza mayor, pues él ha pasado
casi una década explorando la selva amazónica en busca de todo tipo de rarezas
comestibles. Ahora son poco más de las nueve de la mañana y él no ha tomado
desayuno. Es un predador en busca de alimento.
—Está fresquito, ¿no? —le pregunta a una vendedora, y acerca la nariz a la
cabeza del animal.
Schiaffino lleva una bolsa de compras que espera llenar con una muestra de lo
que el mercado ofrece esta mañana. Por la tarde abordará un crucero de lujo
sobre el Amazonas y pasará los siguientes cuatro días cocinando para turistas
extranjeros y hablando de cocina peruana. Viste bermudas de baño, camiseta y
lleva unos lentes de sol encima de la frente. Parece un surfista adolescente
que ha extraviado su camino a la playa, y no el cocinero de 34 años del que
muchos de sus colegas limeños hablan con cerrada admiración. Schiaffino es uno
de los tres mejores cocineros del Perú. El más joven de ellos, el más osado, el
más impredecible, el más innovador. Malabar, como se llama su restaurante
estrella, es uno de los dos locales peruanos que en el año 2011 han sido
incorporados por primera vez en la lista San Pellegrino, donde se codean los
mejores del mundo. Pero esta mañana él está a más de mil kilómetros de Lima y
de esas noticias, y anda en busca de algo más terrenal que la fama. Un buen
pescado para comer.
En el mercado de Belén desemboca toda la fauna comestible del río Amazonas, y
allí la gastronomía solo es una rama menor de la biología. Los estibadores
cruzan los pasillos llevando en hombros pescados descomunales y extraños.
Schiaffino los distingue como quien reconoce a un perro de un gato. “Va en
expediciones a la jungla para descubrir oscuros ingredientes amazónicos”, ha
dicho de él la prestigiosa revista Food & Wine, que lo considera una de las
veinte estrellas en crecimiento de la culinaria mundial. Reportajes sobre su
trabajo se difunden en media docena de idiomas alrededor del mundo. Resulta
curioso verlo charlar con las comerciantes de ese mercado, donde cualquier
cocinero cosmopolita pediría a gritos un intérprete. Schiaffino intercambia
datos, pregunta, informa. Se asombra.
Su asombro es peculiar, pues suele tener consecuencias profundas en el fenómeno
cultural más sorprendente del continente. En cualquiera de los diez o doce
viajes anuales que él emprende a la selva amazónica encuentra cosas. Luego
traslada sus hallazgos a Lima. Los domestica a su estilo y los incorpora a la
alta cocina. Schiaffino abre una trocha mental hacia la despensa de comida más
variada y desconocida del planeta. Al verlo, otros cocineros empiezan a usar
esos productos. Entonces, el asombro se vuelve colectivo.
—¿Cómo se llama esto? —pregunta en el puesto de pescado.
—Turushuqui.
—¿Curushiqui?
—No, turushuqui.
—Mira los bichos que uno se encuentra acá —me dice victorioso—. Nunca lo había
visto.
El cuerpo del turushuqui hace pensar en esas imágenes de los libros de escuela
que explican que la vida comenzó en el agua. Los peces evolucionan y se
transforman en anfibios que luego pueblan y conquistan el planeta. El
turushuqui parece un pez que está en camino de ser otra cosa, un reptil, acaso
un dinosaurio.
—¿Y cómo lo cocinas?
—Como quieras —responde la vendedora—. En caldo, en mazamorra o ahumado.
—¿Frito?
—También. Pura pulpa tiene.
Pasado el asombro, el hambre retorna. Schiaffino no tiene intenciones de
comprar algo así. Al menos no en este viaje. Su bolsa es pequeña y él no quiere
aterrorizar a los turistas del crucero.
—Seño, ¿tiene maparate? —pregunta en otro puesto a una mujer gorda como una
naranja que vigila una parrilla.
A Schiaffino le encanta el maparate, un pez alargado como una anguila, cuya
carne tiene una textura similar a la del salmón. En Malabar se sirve gratinado,
con un poco de foie gras, vinagre de arroz y nabos bañados en un caldo ligero.
Ningún otro local de Lima ofrece una experiencia similar. La aparente
excentricidad de esos ingredientes esconde la filosofía-Schiaffino sobre la
revolución culinaria peruana. “La ventaja de nuestra cocina no solo está en la
técnica —me dijo en Lima unos días antes de emprender este viaje—. La técnica
la puede tener cualquiera. Nuestra diferencia debe estar en aprender a
incorporar todos esos ingredientes que existen en el Perú y que no hay en
ninguna otra parte del mundo”. Explorar. Encontrar más productos. Sorprender al
comensal a través de la variedad.
La vendedora-naranja explora en una batea, pero no encuentra maparates.
Schiaffino elige entre los pescados fritos una palometa, esa pariente de la
piraña que, asada al carbón, parece una escultura de pescado. “Mira la grasita
que tiene acá debajo del pellejo”, dice, y poco después se devora todo.
La gente es voraz. Seis mil millones de bocas tratando de comer tres veces al
día hacen del hombre la especie más peligrosa del planeta. La extinción de
ciertos peces de mar, por ejemplo, es un suceso difícil de advertir desde la
mesa de un restaurante. Algunas costumbres alimenticias tienen consecuencias
que pueden quitar el apetito. “Cuesta creer que quizás en diez años nuestros
lenguados, chitas y corvinas sean solo un recuerdo”, opinó Gastón Acurio, el
cocinero peruano más conocido en el mundo, desde su cuenta de Facebook. Era
agosto del 2010 y su lamento sonaba bastante lógico para la época: un cebiche
preparado con esos pescados todavía se considera el ingreso por la puerta VIP
al mundo de la gastronomía peruana. Schiaffino los retiró de la carta de Malabar
en el 2007, y en su lugar amplió la oferta de pescados de la selva. El cliente
debe leer su menú —paiche, maparate, chonta— como una declaración de principios
del chef.
En 2009, Schiaffino presentó un documental en Madrid Fusión, el foro anual que
reúne a los cocineros más importantes del planeta. El cocinero-explorador
recorría el mercado de Iquitos. “En la cuenca amazónica —explicaba— hay igual o
mayor cantidad de peces que en el océano”. En otra escena, se zambullía en una
laguna junto a unos pescadores y extraían un pez del tamaño de un torpedo. El
paiche es un animal de aspecto prehistórico que llega a pesar unos doscientos
kilos y puede alimentar a docenas de personas con un filete sabroso. En un
negocio concentrado en explotar los productos del mar, aquel documental parecía
una invitación para que los cocineros reunidos en Madrid corrieran a
zambullirse a los ríos. Por entonces, el más vanguardista de ellos, Ferran
Adrià, advirtió que la próxima revolución culinaria estaría en la Amazonía y,
dos años después, alistó sus maletas para conocer ese lugar.
Enviar mensajes a través de los ingredientes no es fácil. Schiaffino versión
2003 era un cocinero que había descubierto la ciudad de Iquitos. Tenía 26 años
y estaba fascinado por la diversidad de su mercado. Entonces se convirtió en
proveedor. Rafael Piqueras, un cocinero alto y reflexivo de Lima, recuerda
vagamente unas muestras que su colega le entregó para que las probara en su
restaurante. Piqueras las trabajó, pero decidió que no funcionarían en su
local. Uno de esos cortes era de paiche.
En esos años, cuando la novedad de la culinaria peruana consistía en procurarle
sofisticación a la cocina tradicional, era lógico que los cocineros
desconfiaran del entusiasmo de Schiaffino por los productos exóticos. “Yo fui
uno de ellos”, confiesa Piqueras mientras bebe café en un Starbucks de Lima.
“Los cocineros vamos hasta donde nos permite el cliente. En esa época —añade—,
los clientes no estaban preparados para algo así”. Piqueras recorrió la selva
peruana siete años después de ese primer contacto. Ahora abrirá un restaurante
en el hotel más lujoso de Lima. Allí sus clientes podrán ordenar paiche.
En el mercado de Iquitos, Schiaffino se ha detenido ante una doncella —pez gato
de rayas negras, hocico plano y bigotes largos— que ha sido capturada durante
la madrugada. Contra todo pronóstico, el pez mueve el hocico para informar que
aún no entra a la categoría de cadáver.
Schiaffino acerca su rostro pasmado a la boca del animal. La lengua y las
branquias laten como si estuviera sediento. El cocinero dice que nunca ha visto
algo así. Pero lo que parece un fenómeno sobrenatural, es la demostración de lo
poco que se sabe de la vida en los ríos de la selva. Ciertos peces de la
Amazonía logran sobrevivir varias horas fuera del agua. El rudo conocedor de
los pescados de la selva parece por un momento el niño que criaba todo tipo de
mascotas. Entonces, mirando cara a cara a la doncella, le acaricia la cabeza
con una mano y exclama con cierta melancolía:
—Da pena, ¿no?
***
Una mañana de sol, Pedro Miguel Schiaffino inspecciona los acabados de su
futuro restaurante de comida a leña, en Pachacamac, un distrito en las afueras
de Lima. El terreno tiene el tamaño de ocho campos de fútbol, y pronto allí
habrá huertos, granjas para animales, jardines, una cocina inmensa, hornos de
barro, parrillas. Cuando era pequeño, la familia de Schiaffino tenía una chacra
en el mismo distrito. Allí criaban patos, gallinas, gansos, cerdos y otros
animales de granja que distribuían en los supermercados de la ciudad. El futuro
cocinero veía cómo se degollaban a esos animales. Animales vivos convirtiéndose
en comida casi en tiempo real. Ahora su nuevo restaurante parece, a la vez, un
retorno a ese pasado y un episodio de ciencia ficción culinaria: todos los
alimentos que se preparen allí serán producidos en sus propias huertas y
granjas. Algo parecido a esos locales farm-to-table de California, donde el
mozo te explica que esa lechuga que estás a punto de comer se ha cosechado hace
apenas veinte minutos. La naturaleza convirtiéndose en comida en tiempo real, y
el cliente transformado en un predador reflexivo.
—Puta madre —reflexiona de pronto—. ¿Y esto qué hace aquí?
Mientras caminaba, se ha topado con el ala de una avioneta. El artilugio es del
tamaño de un velero y está envuelto en una bolsa, como una compra entregada por
correo. Alguien la escondió detrás de una pared en construcción.
Schiaffino se rasca la cabeza
como quien se enfrenta a un acertijo.
—Debe de haberla traído mi socio —añade—. Es un loco. Pero un loco bueno.
Después de pensar un poco, decide que el ala de avioneta podrá formar parte del
decorado del restaurante.
Hay una sensibilidad Schiaffino para las cosas. Es una mezcla de sencillez y
despreocupación que lo vuelve finamente excéntrico ante la seriedad de la vida.
Es algo que en su manera de hablar podría describirse como estar en otra onda.
Renato Peralta, un cocinero experto en producir panes y compañero de Schiaffino
en viajes, premiaciones o cenas oficiales, cuenta que a veces Pedro Miguel
acude a esas citas vestido con lo que llevaba en la cocina: un jean, camiseta y
sandalias. Entonces su aspecto resulta tan llamativo en medio de ministros,
embajadores o empresarios de trajes pulcros, que, al recordarlo, el impecable Peralta
lucha por contener la carcajada.
—Ay, Pedro Miguel —dice, llevándose una mano a la frente.
Tal vez la psicología plantee algunas explicaciones para este tipo de conducta.
Pero la teoría que tiene Toti Salazar, una tía de Schiaffino que trabaja en Malabar,
es bastante razonable. “Nosotros somos gente de playa —dice sentada a una mesa
del restaurante—. Hemos crecido sin zapatos corriendo por la arena, bastante
libres y relajados, ¿me entiendes?”. Salazar se refiere a la casa de playa que
la familia tenía en Punta Hermosa, un balneario a media hora de Lima donde
pueden verse casas de veraneo cerca de barrios de pescadores artesanales. A
Schiaffino le fascinaba pescar. A veces regresaba a casa con una canasta llena
de pintadillas y se la entregaba a su nana para que las friera. Hay cosas que
te marcan de niño. Coger un animal vivo del mar y convertirlo en tu comida
puede ser una de ellas.
El niño que pescaba pintadillas se convirtió en el adolescente que echaba redes
con los pescadores de Punta Hermosa, y luego el joven que hacía caza submarina
y más tarde el cocinero al que le encanta surfear. Pero el “surfer-chef”, como
lo llamó una revista de los Estados Unidos, no coge una ola hace más de cinco
meses por falta de tiempo. Schiaffino pasa tantas horas trabajando dentro de su
cocina como fuera de ella. Su biografía inmediata se puede leer en dos agendas
cuyo contenido una asistente le va comunicando a lo largo del día. En el curso
de seis semanas, será el anfitrión de una colega de Brasil. Dará una conferencia
en una universidad. Viajará al Cusco con los gerentes japoneses de la empresa
Ajinomoto. Dirigirá durante cuatro días el menú de un crucero por el Amazonas.
Estará en un congreso de cocineros en México. De vuelta en Lima, pasará seis
días en Mistura, el festival de comida peruana. Y solo al final trabajará en
sus proyectos. Sus agendas parecen el prólogo de una historia clínica de
estrés.
Ahora, después de abandonar el futuro restaurante de comida a leña, vamos de
regreso a Lima y él se muestra reflexivo al volante de su camioneta 4x4. El
paisaje desértico de la costa parece encender su creatividad de empresario. En
la selva, dice, no hay buenos restaurantes para satisfacer a los clientes más
exigentes, esos que jamás irían a devorar un pescado en el mercado. Hablamos de
alta cocina. Entonces describe una idea: un restaurante de comida
exclusivamente amazónica en Lima. Un local donde se trabaje con los productos y
la sazón de la selva, y que pueda ser replicado en cualquier ciudad de
Latinoamérica. (Aquí el comensal puede imaginar al terrible turushuqui
doblegado entre hierbas perfumadas). Por ahora, el proyecto depende de la
voluntad de los inversionistas. Ellos han acordado darle una respuesta dentro
de dos semanas.
Ahora es la una de la tarde, la hora del almuerzo, y el tránsito torpe produce
una angustiante conciencia del tiempo. Schiaffino va llegar tarde a su cocina.
***
En Malabar dicen que cuando el chef está viaje, los cocineros lo celebran. Se
relajan. Ahora una música suave baña el salón del restaurante mientras los
tragos reparten sosiego desde el bar. En la cocina, sin embargo, la vida se ha
tornado difícil. Es un martes por la noche y Schiaffino no está de viaje.
El chef lleva la chaquetilla blanca de chef abotonada hasta el cuello y el aire
relajado de costumbre se le ha borrado: imparte órdenes, decora platos, saborea
salsas, comenta aciertos, descubre errores. Schiaffino siempre descubre errores
y suele proyectar en su cocina un aura de controlada tensión, como el de una
clase gobernada por un instructor de coreografía militar. “Oye, Chinaaa”. “¿Sí,
Pedro?”. “Baja la voz, carajo”. “Concentración, señores. Atiendan el pedido de
la mesa doce. Más rápido”. “No quiero ver impurezas ni cojudeces en este caldo”.
“Oye, Cholo, esa decoración, métetela al poto”. “Así, así quiero que quede este
plato. ¿Vieron? Tú, por favor, tómale una foto”. “Este aceite no, Eduardo,
quiero el de manzanilla. ¿Cómo? ¿No tienes? ¿Quién no te ha dado? Me cago si no
te ha dado. Tú tienes que pedirle, tienes que perseguirlo para que te dé”.
El humor o mal humor de Schiaffino se manifiesta en oleadas. Pasada la racha de
tensión propiciada por un error, él vuelve a adquirir el tono profesoral de
costumbre. Uno de los meseros me dijo que Pedro Miguel había madurado, que ya
no era el ogro que solía ser, y señaló con el dedo índice un dispensador de
papel. El chef solía destruirlo a puñetazos cuando la tensión lo desbordaba. El
dispensador ahora luce victorioso, pues tiene otro lugar por encima de un grifo
de agua. Para asestarle un golpe directo, Schiaffino tendría que hacer un
esfuerzo adicional. Empinarse.
Schiaffino versión 2010 ya no hace ese tipo de cosas. Los cocineros cambian,
evolucionan. Cuando él llegó de Italia, donde trabajó después de graduarse como
cocinero en el Culinary Institute of America, admiraba la imagen de sus
antiguos jefes de cocina. Uno de ellos era Piero Bertinotti, al que él llama su
mentor, y que es el dueño de un restaurante con una estrella Michelin. Es uno de
esos chefs que difícilmente abandonan su restaurante y que, al llegar las dos
de la madrugada, puede retener a sus trabajadores abriendo botellas de vino
para seguir charlando sobre la cocina. Schiaffino pasó cuatro años en Italia
sin descansar un solo día, y durante su estancia en el restaurante de
Bertinotti gozó del raro privilegio de dormir en el granero. Cuando abrió
Malabar, en el 2004, todavía estaba imbuido en esa mística. Un cocinero
recuerda noches en que, acabado el servicio, Schiaffino permanecía obsesionado
limpiando con un cepillo las suciedades que solo él parecía encontrar en la
cocina. Un día del 2007, Schiaffino viajó a Bogotá para cocinar, solo y sin
pago de por medio, el bufé de cumpleaños del cantante Juanes y de sus más de
cien invitados. Al día siguiente de la fiesta, recuerda, el dueño del
cumpleaños se levantó con antojos de comer un plato de lomo saltado y le pidió
ese último deseo a aquel atareado soldado de la culinaria peruana. Schiaffino
cocinó pero rechazó la invitación a compartir el almuerzo: tenía que asear sus
utensilios.
Las personas cambian con el tiempo. “Si no fuera por mis cocineros —me dijo una
vez—, no podría dedicarme a trabajar otros proyectos”. El único defecto que él
encuentra en sus trabajadores, sobre todo en los más jóvenes, es que a veces se
ensimisman tanto en sus propias tareas que olvidan que cocinar en un
restaurante es un trabajo de conjunto. No se comunican. Por eso, cuando él está
en Malabar, trata de corregir ese pequeño defecto y entonces hasta podría
parecer que, en realidad, no ha cambiado tanto.
—Pásame buenos cortes de pescado para el tiradito, por fa, Jonathan.
—Ya, Pedro.
Schiaffino quiere controlar la salida de un tiradito de cabrilla.
—Hey, mira estos cortes. Afila tu cuchillo. Sabes perfectamente que yo soy una
ladilla con esta huevada.
Jonathan, un joven cocinero de la estación de alimentos fríos, corrige los
cortes y se los pasa al chef por segunda vez.
—¿Por qué han dejado de afilar los cuchillos? ¿Qué ha pasado? Esto es una
mierda. Me lo vuelves a hacer.
—Ya, Pedro.
Cuando Schiaffino recibe por tercera vez los cortes de cabrilla, algo en su
rostro se descompone. Se agria.
—No puedo creer que esta huevada esté pasando. Te corrijo y sigues cortando
así. Es una mierda, pues. No quiero el pescado así.
Jonathan murmura algo sobre el encargado de la despensa.
—Pero habla, pues, di: “No puedo trabajar con este pescado”, y listo. Si el
encargado de arriba te lo trae mal, se lo revientas en la cara, pero no me lo
entregas así porque la puteada te cae a ti. ¡Dónde estamos, carajo!
La alta cocina es el esfuerzo por mantener los errores del mundo fuera del
plato. Pasada la breve ola de enfado, Schiaffino quiere comunicarse con los
clientes de una mesa del salón. Eso, dada su timidez, no implica que él saldrá
de la cocina.
—¿Los que han pedido ese carpaccio de olluco son gringos?
El mozo le informa que se trata de una pareja de turistas canadienses.
—Les llevas el carpaccio y luego les muestras este plato, ¿ya?
En el plato hay dos ollucos enteros, largos, anaranjados.
—Explícales de dónde vienen, qué cosa son. Tubérculos, familia de la papa… Tú
ya sabes.
Un rato después, él empuja ligeramente una de las hojas de la puerta de la
cocina, y asoma la cabeza para espiar el cálido salón. Música. Conversaciones.
Sonrisas. Sosiego. El mozo, frente a los turistas canadienses, imparte una
tranquila charla de geografía y botánica sobre el olluco. Schiaffino observa la
escena y parece complacido.
***
Catorce días después, en el mercado de Iquitos, Schiaffino recibe la llamada
telefónica de unos inversionistas. Al colgar, se toma la cabeza con ambas
manos.
—Me aprobaron el proyecto de restaurante amazónico. Más chamba.
El negocio podría estar listo en unos nueve meses. Él se imagina el restaurante
como una experiencia propicia para comunicar a los clientes de qué se trata la
selva. Son las once de la mañana y calcula que hay tiempo para visitar el
criadero de animales de un viejo proveedor con el que podría volver a trabajar.
En su bolsa de compras, ha reunido una fina muestra de la diversidad del
mercado: algunas lúcumas gigantes, un atado de chonta y hueveras de carachama
de color anaranjado brillante, buenas para preparar caviar en el crucero.
Aferra con fuerza su compra.
Pasada la una de la tarde, él está sentado a una mesa en el criadero Arapaima
Gigas (que es el nombre científico del paiche) mientras el propietario del
lugar le sugiere algunas ideas para su nuevo restaurante amazónico.
—Deberías servir el pescado enterito, con sus ojitos y todo.
—¿Estás loco? —reacciona el cocinero—. Los clientes de allá se asustan. Hay que
hacer las cosas poco a poco.
Santiago Álvez, el propietario, no está loco aunque sus conocidos lo apodan
‘Indio Blanco’. Es un hombre alto, de cabello cano que exhibe una voluminosa
barriga al viento. Su propiedad es un mar de vegetación en cuyo interior cuatro
lagunas brillan bajo el sol de la tarde. Decenas de hombres de piel cetrina y
ojos achinados construyen diques, trasladan redes de pesca y alimentan a la
realeza. Al paiche también lo llaman el Rey del Amazonas, y en este criadero
hay doscientos que conviven con una corte de vasallos menores. Schiaffino
quiere averiguar si el propietario será capaz de enviarle periódicamente algo
de pescado. Hay algunas cervezas destapadas sobre la mesa. Animado por la
conversación, Álvez ordena a sus hombres que extiendan las redes en una de las
lagunas. Schiaffino se quita la camiseta y las sandalias para ayudar a cerrar
la red. En el agua, los hombres forman un círculo que se hace cada vez más
pequeño. Caminan despacio mientras arrastran la trampa, no hablan: el paiche es
un pez sensible y está pendiente de cualquier ruido. Cuando la gente ha cerrado
la ronda, las redes retienen varias docenas de peces pequeños y algunas
tortugas. También hay un paiche de escamas plateadas y cola dorada que aletea
con ferocidad. Tiene el tamaño de un delfín, pesa unos treinta kilos. Es un
paiche casi púber, si tal cosa existe.
El púber Schiaffino coleccionaba todo tipo de animales. Tenía monos, iguanas,
serpientes, hurones, halcones, arañas, hámsteres, tarántulas y, una vez, hasta
llegó a acumular 19 loros. Conseguía esas mascotas a escondidas, las criaba un
tiempo, pero luego en casa lo descubrían y obligaban a donarlas al zoológico.
Para tener un animal —me dijo una vez— es preciso tener tiempo. Cuando ya fue
un cocinero famoso, él concentró su afición por todo tipo de criaturas en un
perro braco llamado Apu al que mimaba mucho. Un día el cocinero se mudó junto a
su novia. Apu se puso celoso. Andaba de mal humor, orinaba en cualquier parte y
enseñaba los dientes con frecuencia. En el 2009, Schiaffino tuvo que regalarlo,
y desde entonces ha vivido extrañándolo, huérfano de mascota.
Esta tarde, en la laguna, cuando él se acerca al paiche con la intención de
cargarlo, uno de los hombres le advierte del peligro. Hace unas semanas, un pez
similar dio un coletazo y le rompió la nariz a un pescador. El cocinero no hace
caso a esas noticias. Desliza una mano por encima del lomo del animal, luego le
pasa la otra por el vientre y con silencioso cuidado logra tomarlo entre sus
brazos como a un bebé. El paiche está tenso fuera del agua. Su instinto de
conservación ante el predador humano controla su ferocidad. Schiaffino le
acaricia la cabeza. El pez permanece quieto, dejándose tocar, y así pasan tres
minutos larguísimos. Hombre y animal congelados en una extraña ceremonia de
respeto. Los hombres miran la escena con extrañeza. Murmuran. El niño que
coleccionaba todo tipo de animales parece haber hallado a una nueva mascota.
Dos horas después, Schiaffino sigue hablando de aquel paiche manso. “Nunca me
ha ocurrido nada parecido —dice—. Normalmente son bravos. Qué raro, ¿no?”.
Caminamos por una carretera flanqueada de árboles muy altos, en dirección al
puerto donde está el crucero. Entonces él nota que ha perdido su billetera; no
lleva documentos y solo tiene unas monedas para el taxi. Luego repara en su
aspecto: el traje de baño está mojado y sucio y sus pies en sandalias están
salpicados de lodo. Parece un muchacho que acaba de revolcarse con una mascota,
y quizá tenga que contar algo así cuando se reúna con la tripulación del
crucero y los turistas.
—¿El cocinero de un crucero de lujo va llegar así? —piensa en voz alta—. Qué
jodido, ¿no?
Pero el calor propicia el buen humor. Un viento fresco agita su cabello.
Todavía no se ha dado cuenta de que, en algún lugar, ha olvidado la bolsa con
las compras del mercado.
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