MEMORIAS DE UN TACAÑO EN DUBÁI

Por Adolfo Zableh



¿Cómo le fue a un turista que vive alarmado por los precios altos de cualquier cosa en la ciudad más opulenta del mundo? Crónica de viaje de Adolfo Zableh, un periodista que se ufana de huirles a los sitios caros.
Memorias de un tacaño en Dubái.
Soy un tacaño de raza, me vivo quejando porque en el Carulla venden la Jumbo Jet de 100 gramos 800 pesos más cara que en la tienda de la esquina. No visito los restaurantes de los Rausch, ni Gordo, ni Bruto, ni El Bandido para que no me cobren por una carne como si me estuvieran vendiendo la vaca entera. Me dan ganas de escupirle la cara a quien me dice que está vendiendo su apartamento en ocho millones de pesos el metro cuadrado y sigo andando en bus para no tener que pagar el minuto de parqueo a 95 pesos. Aun así, no me podía morir sin pasar diez días en Dubái, una de las ciudades más caras del planeta. 

Anécdotas aparte, lo primero que le queda a uno del lugar es que están obsesionados con ser el centro del mundo: el edificio más alto, el centro comercial más grande; cerca de allí, en Abu Dabi, otro de los territorios que componen los Emiratos Árabes Unidos, están el tapete más extenso y la montaña rusa más rápida. Es lo que pasa cuando durante siglos se fue un lugar pobre y de repente se descubre que hay millones de galones de petróleo bajo la tierra.

Ni en sus fantasías más benévolas, el jeque Maktoum bin Buli Al Flasi, considerado el fundador del Dubái moderno en 1833, imaginó que el pedazo de desierto que gobernó se convertiría en un emporio con dos millones de habitantes de 200 nacionalidades diferentes, autopistas de doce carriles surcadas por Bentleys y Ferraris, hoteles con habitaciones de 5000 dólares la noche y fuentes de agua que se mueven al ritmo de la música y las luces. Eso sí es ser cosmopolita, no como los bogotanos, que se creen de gran ciudad y llaman a los de las demás ciudades “provincianos”, como si ellos no fueran una raza mal alimentada y estéril que lo único que produce son presidentes de la república. Antes de 1958, año en que se descubrieron los yacimientos de petróleo, Dubái era un peladero, literal, hecho de chozas de barro y calles de arena y maleza, todo bajo el sol del desierto arábigo. Vivía, sobrevivía más bien, de la pesca de perlas, los dátiles y las telas.

En Dubái aterricé y de las primeras cosas que hice fue cambiar por dirhams (no en el aeropuerto) 500 euros que me duraron tres días. Dubái es caro para cualquiera, más para un periodista colombiano cuya única posibilidad de ir es que unos amigos vivan allá, le den posada y lo paseen en una cómoda camioneta con GPS, aire acondicionado (no podía ser de otra forma en un lugar que en verano llega a 46 °C y 98 % de humedad) y que se tanquea con 100 dirhams, 27 dólares, 50.000 pesos colombianos. Y con tanquear me refiero a arrancar con el tanque en cero y terminar con la aguja por encima de la F de Full. Emiratos Árabes tiene una de las gasolinas más baratas del mundo (porque es productor y porque es subsidiada), y llenar el carro de mis amigos acá costaría unos 180.000 pesos. De hecho, de ahora en adelante, y para ahorrarnos confusiones, todos los precios se darán en pesos.

Pero la gasolina es de las pocas cosas baratas que se pueden encontrar. En un sitio construido de la nada, pensado para atraer inversión y turistas extranjeros y donde casi todo, no solo la gente, es importado. La carne, por ejemplo,  la traen de Australia y las frutas y verduras, de India. En el Dean & Deluca del Dubai Mall, el centro comercial más grande del mundo (unas cuatro veces el tamaño de Unicentro de Bogotá), el filete más barato está por los 40.000 pesos y la cuenta, incluyendo bebida y propina, nada del otro mundo, puede llegar a 60.000 por persona. Eso mismo y más cuesta un restaurante de lujo en Bogotá, la diferencia es que la capital de Colombia no tiene metro, las calles están rotas y matan por robar un celular.

El jeque actual de Dubái, Mohammed bin Rashid Al Maktoum, está en el cargo desde 2006, su riqueza llega a unos 20 billones de dólares y su cara está en gigantescas fotos regadas por todo el emirato. Su familia transformó la ciudad, borró las arenas del desierto y las convirtió en una ciudad de lujo, llena de jardines verdes y flores de colores regados con agua desalinizada, todo con el fin de que pueda seguir existiendo después de que el petróleo se acabe, que en teoría ocurrirá en unos 80 años (hay quien dice que en menos). Por eso, Dubái se ha armado con hoteles y tiendas de lujo, toda una industria para el turista extranjero que quiera ir a gastar su dinero en excesos; una especie de Las Vegas del mundo árabe.

Un amigo se hospedó hace un par de años en el famoso hotel siete estrellas, que entre otras cosas no tiene siete estrellas, es la forma en que la gente se refiere a él para explicar que es muy, muy caro. Se llama Burj Al Arab, tiene forma de vela y en el helipuerto de su azotea jugaron tenis alguna vez André Agassi y Roger Federer para una campaña publicitaria. Mi amigo se quedó en una habitación de 30 millones de pesos la noche (le alcanzó para dos) y pagó 60 millones de pesos por una botella de champaña. Me cuenta que el lujo era tal que tenía un empleado a su disposición para que le quitara las gafas de sol, se las limpiara y se las volviera a poner mientras él se bronceaba en la piscina.

Mucho más humilde, yo puedo decir que pagué en un bar 15.000 pesos por una gaseosa, 30.000 por una ginebra con tónica y un día que no quisimos salir de la casa pedimos pizza a domicilio y le dimos 20.000 de propina al domiciliario. Por eso, o por menos, puede uno pagar una pizza completa en Colombia. El apartamento de mis amigos da a la playa, tiene 160 metros cuadrados, tres cuartos, otro para la empleada y balcón, y el arriendo vale cerca de ocho millones de pesos al mes. El golpe se vuelve más fuerte cuando se entera uno de que en Dubái el arriendo se paga no mensual, sino de una vez para todo el año. El edificio en el que viven tiene club y para ser socio de él hay que pagar cerca de 70 millones de pesos anuales adicionales al arriendo.

Sin ser millonarios, mis amigos viven en la famosa Palma Jumeirah o Isla Palmera, una construcción artificial que costó 12.000 millones de dólares y puede albergar hasta 65.000 personas entre casas y hoteles. Ellos viven en el tronco, pero al final, en las ramas de la isla, está el hotel Atlantis, réplica del original en Bahamas. Una de sus suites de lujo, me contaron, tiene un comedor para 30 personas. ¿Cuántos puestos tiene el comedor de su casa?

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El Empire State es para aficionados. Con sus 381 metros de elevación no tiene nada que hacer con el Burj Kalifa, inaugurado en 2010, hoy el edificio más alto del mundo con 828 metros y un costo de billón y medio de dólares. Para subir hasta el piso 124, que es a donde van todos los turistas, me demoré 45 minutos: 44 entre hacer la fila para comprar la boleta y completar el recorrido por la planta baja donde cuentan la historia de la construcción, y un minuto en el ascensor (pudo ser minuto y medio, o 45 segundos, quién sabe). Luego de ver Dubái desde arriba, de tomar las fotos de rigor y de comprar un par de souvenirs (a 100.000 pesos cada uno) caminé hasta el Dubai Mall.

En Dubái nadie camina, salvo distancias cortas, y aunque el edificio y el centro comercial están apenas cruzando la calle, para llegar de un lado a otro hay que dar una vuelta larga. Lo bueno de darla fue que pude constatar que en el cruce que separa a una construcción de otra, las cebras, las cuatro, son de mármol, ¡mármol! Eso mientras en Colombia las cebras están mal pintadas, o simplemente no existen. Les juro que no entiendo cómo Dubái está en el puesto 17 de las ciudades más caras del mundo mientras que Bogotá anda en el 53. Debe ser porque lo que no paga uno en arriendo, servicios y restaurantes se lo descuentan por derecha los raponeros de la calle.

En el Dubai Mall hay una pista de patinaje sobre hielo y no deja de ser curioso ver a mujeres en burka patinar como si nada. La segunda vez que fui me tocó ver en la entrada principal tres Lamborghinis parqueados, uno tras otro, mientras  que la gente, enloquecida, se tomaba fotos junto a ellos. Uno puede saber quién es quién en Dubái no por el carro que maneja, que autos de lujo son casi todos, sino por la placa del carro. Mientras menos números tenga la placa, mejor es la posición social del dueño. Así, el jeque tiene la número uno. Los miembros de la familia real tienen placas de uno, dos y tres dígitos, mientras que cualquier ciudadano, por mucho dinero que tenga, no puede aspirar a una de menos de cuatro cifras. Me contaron también que a un jardinero que llevaba muchos años en Dubái y tenía una placa de tres números se la compraron en veinte millones de pesos.

Luego de visitar los almacenes de lujo del Dubai Mall donde no se puede comprar nada significativo, solo unos llaveros y unas camisetas, y de ir a otro centro comercial que dejó de estar de moda pero que tiene una pista de esquí con nieve artificial que no da abasto, me fui al centro de la ciudad, donde se puede ver algo del Dubái original, y donde todo es más económico. Por 20.000 pesos se come comida árabe real y lo más curioso es que, por lo menos en el restaurante al que fui, le dan a uno las verduras enteras (pepino, lechuga, tomate) para que uno las pique y prepare su propia ensalada. ¿Qué esperaba yo conseguir con 20.000 en un lugar tan caro?

A pocas cuadras de allí, en uno de los zocos de la ciudad, los vendedores de telas y productos típicos saben su oficio. Apenas me oyeron hablar español, comenzaron a decir: “Hola, amigo”, “Bueno, bonito, barato”. Quién sabe en cuántos idiomas más sabrán decir lo mismo. Por una pashmina, después de regatear durante 15 minutos y conseguir un buen descuento (creo), pagué cerca de 60.000 pesos. Ese día dejamos el carro parqueado y nos movimos en metro que, por supuesto, está lleno de opulencia. Las estaciones se desparraman en pisos de mármol, grandes lámparas, mosaicos en las paredes y hasta baños tipo hotel cinco estrellas. Si usted ha salido del país, ¿cuántas estaciones de metro conoce con baño? Y de esas, ¿cuántas tienen un baño decente? Eso y, claro, los vagones. El metro de Dubái quizá no tenga la conectividad del de París, pero los vagones son impecables y las estaciones están elevadas y parecen naves espaciales. El tiquete cuesta entre 1000 y 3500 pesos según el trayecto que se recorra, eso en clase regular, porque está el tiquete gold, que vale entre 2000 y 7000 pesos, también según la distancia que se viaje.? En Dubái todo se logra con dinero y la cultura del VIP es moneda diaria. Hay quien le paga a una persona a la salida y entrada de migración del aeropuerto para no hacer personalmente las vueltas de pasaporte, y todas las discotecas, hoteles y restaurantes de lujo tienen zonas VIP para que la gente parquee su carro, entre y sea atendido más rápido.?

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En cuestiones económicas, Dubái no es una sino tres: está la del turista, que consiste básicamente en todo lo que acabo de narrar, la de los emiratíes, llenos de subsidios, y la de los inmigrantes pobres, que suelen llegar de países como India, Filipinas, Indonesia y Sri Lanka a trabajar en construcción, restaurantes y casas con sueldos bajísimos.

A los locales (nacidos en Emiratos Árabes), el gobierno les da todo: educación completa, y no solo primaria, bachillerato y universidad; si quieren hacer los posgrados, las maestrías y las especializaciones que se les dé la gana, el Estado se encarga. Por cierto, que en el colegio, cuando llega la clase de Geografía, donde está Israel ponen un espacio vacío o un parche negro, como negando su existencia. Tal es el estado de las relaciones. En términos de vivienda, si usted nació en Emiratos Árabes y tiene entre dos y cuatro hijos, le dan una casa, y no como las del presidente Santos: dos pisos, jardines por los cuatro costados, aire acondicionado, entrada tipo bahía para los carros. Y si tiene seis o más, le dan la casa y la tierra sobre la que está construida. Además, las leyes establecen que a un nacional se le debe pagar un sueldo mayor que a un extranjero que haga el mismo trabajo.

Por eso es que entre tanto subsidio y tanta protección, los locales de Dubái no quieren trabajar y las empresas de afuera prefieren extranjeros: valen menos. Están los europeos y los norteamericanos, que ocupan los altos cargos ejecutivos, y el resto, generalmente asiáticos que van a Dubái a probar suerte. Un obrero puede ganar poco más de un millón de pesos por trabajar ocho horas bajo el sol de Oriente Medio. Y trabajo en construcción es lo que hay. Antes de que explotara la burbuja inmobiliaria en 2009, en Dubái estaba la cuarta parte de las grúas de construcción del mundo. Luego de la crisis, que obligó a cancelar proyectos como un hotel debajo del agua y una isla con el mapamundi, el negocio cayó, pero desde hace un par de años ha retomado su ritmo. Durante la crisis, muchas personas que quebraron hacían la maleta como si se fueran de viaje temporal, se iban al aeropuerto, dejaban el carro parqueado y tomaban un avión para nunca volver; era eso o ir a la cárcel, porque en el emirato quien no paga sus deudas termina detrás de rejas.

La empleada doméstica de mis amigos, por ejemplo, se gana un millón de pesos al mes y tiene hospedaje y comida. Le descuentan una parte de su sueldo porque llegó a Dubái a trabajar a un hotel que le prometió un sueldo de 700.000 pesos y le pagaba en realidad 400.000. Por medio de referencias llegó a donde mis amigos que, para “liberarla” (pasaporte incluido), le pagaron al hotel tres millones de pesos.

La situación de los trabajadores rasos en Dubái no es la mejor. Muchos obreros dejan su país y su familia para ganar menos de lo que gana la empleada de mis amigos, y además viven hacinados en viviendas comunales que las grandes empresas construyeron para ellos, en sectores pobres donde se puede ver cómo era Dubái antes de que llegara el petróleo: sin andenes, calles a medio terminar, arena y maleza. Pero no era arena del desierto, que contrario a lo que piensa la gente es la cosa más limpia que existe (yo hice un safari por el desierto, 200.000 pesos por seis horas, y nunca he estado tan limpio en mi vida): la de las zonas pobres es arena tipo Santa Marta (la de la ciudad, no la de la playa), que con solo verla se siente uno sucio. Varios periodistas extranjeros han sufrido represalias después de reportar la situación. A uno de los que se atrevieron a escribir del tema lo siguieron durante días; una noche la policía llegó a donde se hospedaba, lo interrogó durante 18 horas, borró la información de su cámara y de su computador y lo mandó de vuelta a casa.

Y aunque yo visité parte de ese Dubái oscuro que soporta la gran ciudad de los excesos, abandoné Emiratos Árabes por voluntad propia, con mis equipos intactos y sin necesidad de ser escoltado por la policía. El taxi de la casa al aeropuerto me costó 40.000 pesos y en el aeropuerto me comí un plato árabe por 10.000 más. De regreso a Bogotá, sin mar, sin hotel siete estrellas, sin metro de lujo, sin Lamborghinis, con la Torre Colpatria en vez del Burj Khalifa, con la séptima trancada en vez de las autopistas de doce carriles y con Mundo Aventura en reemplazo de Mundo Ferrari, que tiene una montaña rusa que va de 0 a 240 km/h en 4,9 segundos, pagué 30.000 pesos al taxi que me llevó de vuelta a casa (uno de esos pequeños a los que llaman “zapaticos”) y más tarde comí en un restaurante donde por un tostón con queso, tomate y orégano (nada de carne) pagué 35.000 más propina. ¿Cara Dubái? Cara Bogotá, que se vende como ciudad y es un roto invivible.


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