LAS TRES VIDAS DE MI ABUELO

Por Héctor Abad Faciolince

¿Conocí a mi padre? No estoy seguro. Mucho menos seguro estoy de haber conocido a mi abuelo. ¿Y a mi bisabuelo? Nada. ¿Y antes y antes y antes y antes? Menos que nada. Antonio Abad Mesa se llamaba mi abuelo, y era comerciante de ganado. Le decían ‘el Mono’ Abad, porque era rubio, alto y ojiazul. Desde que hay memoria en mi familia, se dice que venimos de una sarta de Antonios. Podría escribir, en el estilo del Génesis, que el español Santos Abad engendró a José Antonio Abad Jiménez, que casó con Cerbeleona y engendró a Gregorio Antonio Abad Uribe, que casó con Emiliana y engendró a José Antonio Abad Ángel (Don Abad, patriarca en Jericó), que casó con Hersilia y en ella tuvo a Jesús Antonio Abad Restrepo, que casó con Merceditas y engendró a mi abuelo Antonio Jesús Abad Mesa. Como si uno heredara tan solo los genes paternos, esas señoras Jiménez, Uribe, Ángel, Restrepo, Mesa (que nos legan la mitad de la herencia en cada concepción) se quedaron en el hueco del olvido. Una carta de mi bisabuelo a su hermano, fechada el 8 de agosto de 1897, registra el nacimiento de mi abuelo: “Hace doce días nació un niño, el cual pongo a tus órdenes; no lo había hecho antes por descuido, así que te pido perdón”.
Pues bien, de este sartal de Antonios vino mi padre, Héctor, y vengo yo, tocayo suyo. Aunque, en últimas, ¿qué queda de la sangre de mi abuelo en mí? Empecemos por eso, por la sangre, que era la manera antigua de referirse a la herencia genética. Durante la crisis de los años treinta mi abuelo tuvo una pelea con unas primas suyas de apellido Abad. Fue tanta su molestia que decía que quería sacarse toda la sangre del cuerpo, trasfundirse con otra, y cambiarse el apellido por Mallarino, para no volver a tener nada que ver con ellas. La cosa era imposible y de esa sangre que no pudo cambiarse nos vienen a sus descendientes, me imagino, algunos defectos y virtudes. Para empezar por las taras, diré que el cuerpo nos falla por las vísceras inferiores: úlceras gástricas, cólicos biliares, gastritis y crecimiento benigno de la próstata. Conviene siempre saber de qué se enfermaban los viejos pues uno casi siempre acaba cojeando de la misma pierna.
En cuanto a las virtudes, si es que esto se puede considerar una virtud, sé que mi abuelo fue periodista aficionado en Jericó y que se firmaba con el seudónimo de Menelik (el hijo de Salomón y de la reina de Saba). Sé también que fue el primer liberal de la familia y que esta opción política le trajo muchos sinsabores en su pueblo de godos. El problema, me cuenta Raúl Mora, otro de sus nietos, empezó con las elecciones de 1922, que enfrentaron al liberal Benjamín Herrera con el godo Pedro Nel Ospina. El suegro de mi abuelo, Bernardo Gómez, había sido coronel conservador en la Guerra de los Mil Días y lo invitó a votar. Mi abuelo dijo que no quería. El suegro repuso: “Los hombres se distinguen de las mujeres por las patillas, el bigote y el voto”. Mi abuelo no tuvo más remedio que decirle: “Está bien, coronel, pero mi voto es por el general Herrera”.
El domingo después de las elecciones, cuando mi abuelo se acercó a comulgar al final de la misa, el cura le negó la comunión. Ya había llegado a la curia la noticia de su filiación política y el voto por un liberal era un pecado imperdonable. No solo eso, sino que poco después una turba de fanáticos entró en su casa y le quemaron todos los libros que estaban en el Index de la Iglesia. A partir de ahí mi abuelo se hizo masón y anticlerical, y algo de esta herencia la recibimos mi papá y yo, no por genética, pero sí por cultura. Ese odio por la quema de libros la llevamos, si no en la sangre, en el pellejo.


         Por cartas de mi abuelo que conservan mis tías Inés y Mercedes, puedo decir que tenía buena letra y buena ortografía (hizo el bachillerato con los jesuitas en Medellín). También que tenía recursos retóricos para halagar a su novia, Eva Gómez, mi abuela, pues cuando ella se iba a su pueblo, Marinilla, él le escribía en los siguientes términos: “Solo la muerte de un ser querido puede ser comparado a la ausencia; únicamente cambia en que, en la primera se pierde toda esperanza, mientras que en la segunda permanece ésta hasta que llega el retorno. Para poderle pintar lo amargo de mis días y las hondas tristezas de mi alma, necesitaría muchos pliegos y muy claro talento, pues me considero incapaz de narrar las grandes emociones que experimenta mi ánimo. Solo sé decirle que se alejó Usted y no dejó en mi alma sino dulces recuerdos y esperanzas, y se llevó consigo mis tardes de placer, mis horas de alegría, mis noches de delicias en las cuales, cual devoto postrado ante su Dios, la contemplaba tan llena de belleza, tan rica de dulzuras y tan grande de alma”.
Esta carta está fechada en 1919 (mi abuelo había nacido en 1897) y se ve que tantos efluvios románticos surtieron efecto pues un año más tarde Antonio y Eva ya estaban casados. En diciembre de 1921 nació mi padre, y hay una foto de estudio del año 22 en la que mi abuelo trata inútilmente de disimular que es un muchacho, y mi abuela de apenas 20 años parece ya una matrona, después de la dieta de engorde (40 gallinas) a que debía someterse toda parturienta. El niño vestido de niña ya se sienta y parece muy sereno.
Vino después la crisis de los años treinta y el éxodo de toda la familia hacia el norte del Valle. El viaje se hacía en cuatro largas jornadas a caballo, hasta Cartago, Cauca arriba. “De Cartago pa’allá —decía el abuelo— ya no hay diablo”. Iba una recua de mulas con los enseres domésticos, cargueros para los niños, y los adultos a caballo. En esos diez años de matrimonio habían nacido ya cinco hijos y su mujer, como en la fuga a Egipto, iba embarazada. Fue tan duro el viaje que el parto se adelantó al llegar a Sevilla y nació una bebé tan débil que al poco tiempo murió. Sevilla era un pueblo recién fundado por el hermano del general Rafael Uribe Uribe, Heraclio, habitado primordialmente por campesinos del suroeste antioqueño (Jericó, Jardín, Valparaíso) que sabían sembrar café. Todo lo que mi abuelo llevaba era un préstamo de su hermano Eduardo, pero poco a poco rehízo su vida en Sevilla.
El abuelo era meticuloso con los asuntos de dinero y por eso llegó a ser, en Sevilla, tesorero municipal y notario único en un tiempo en que esos cargos se les daban a personas honorables y no a ladrones o clientes del gobierno. Y siguió negociando con ganado. Así se hizo a su primera finca en el Valle, El Paraíso, en una hondonada entre Tuluá y Sevilla. Llegó la violencia después de abril del 48. Los pájaros conservadores fueron matando a los amigos del abuelo y también de mi padre. Aunque el abuelo era pacífico y conciliador, lo amenazaron. Tuvo que malvender su finca y refugiarse en Medellín, en el año 50, donde siguió su negocio, en la Feria, de vendedor de ganado.
Yo lo habré conocido 15 años después, en nuestro barrio, Laureles, pues vivíamos todos en la misma cuadra. Él ya había heredado de su madre la hacienda La Inés, que no era muy grande, pero era su mayor fortuna y su más grande amor: 220 cuadras entre Támesis y La Pintada. Ahí tenía vacas y novillos Blanco Orejinegros, nuestra raza autóctona, y después novillos Brahman de ceba. Uno de mis mayores placeres de la infancia y primera adolescencia era acompañar a mi abuelo a la finca. Cuando conversábamos, montando a caballo y contando sus reses, yo me sentía repitiendo la saga familiar de aquel viaje a Sevilla a lomo de mula. Mi abuelo era más práctico que intelectual y temía una tara que había en la familia. Algunos Abad se encerraban a leer, y eran muy cultos y muy inteligentes, pero eran incapaces de decir una palabra o de ganarse un peso. Mi abuelo nos lo advertía: “No se vaya a volver como Gabriel Abad, mijito, que es muy culto y muy inteligente, pero no modula. Ni siquiera saluda. Cuando saluda hace así… (y alzaba la cumbamba)”. Después se reía. A veces, si paso mucho tiempo en silencio, recuerdo con horror la advertencia del abuelito. Su mismo hermano, Elías, un gran abogado, a los 70 años se puso la piyama y no volvió a salir, y hablaba muy poquito.
A la muerte de mi abuelo, en 1981, sus ocho hijos recibieron de herencia esa hacienda, La Inés, la casa de Laureles y poco más. A mi papá le tocaron la casa vieja de la hacienda y 25 cuadras, que mis hermanas y yo todavía conservamos con fervoroso orgullo. Todos los otros hijos de mi abuelo vendieron su parte, o la perdieron.
En La Inés yo tengo un toro y seis vacas de la misma antigua raza, Blanco Orejinegro. Los hacendados se burlan de mí pues dicen que son de doble despropósito: ni dan carne ni dan leche. No las tengo para ordeñarlas ni para sacrificarlas. A mí me gusta verlas. Tenemos también unas yeguas viejas, de la misma línea de las bestias de mi abuelo, que nunca fueron nada del otro mundo. Ningún mafioso nos daría nada por ellas porque son mansas y feas. Cuando voy a La Inés doy una vuelta a caballo o me acuesto en las hamacas del mismo corredor donde hacía siesta mi abuelo. Yo creo que si hoy resucitara se sentiría contento de que su vieja casa siga en pie, en nuestras manos y que desde la hamaca se vea todavía el mismo paisaje ameno que él amaba: el río Cartama y los farallones de La Pintada. ¿Qué tengo de mi abuelo, fuera de lo anticlerical y el vicio del periodismo? El amor a la tierra, creo, y a los animales. A veces también, cuando me embeleso en la belleza de una mujer bonita, pienso que este gusto ancestral lo heredé de mi abuelo. Pero como este es un gusto tan extendido en todo el mundo, supongo que estos genes no son muy exclusivos, sino más bien una herencia de la especie.



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