VIDA Y AMBICIONES DE LOS EMBOLADORES

Por Alfonso Fuenmayor

Hay en el cruce de la Avenida Jiménez de Quesada con carrera quinta, una casa con pretensiones de lo que hoy llaman “edificio”, una casona antigua conocida ubicuamente con el sonoro mote de “Cinerama”. El frente por la carrera es casi señorial. Exhibe cándidamente un mármol conmemorativo, cuya desvanecida combinación alfabética reza:
“El área en que está edificado este local fue donado por el señor José Marcelino Hurtado.”
 Por el lado de la Avenida, muestra un solar escueto, destartalado. En un patio en el que el sol cuando sale hace una fiesta al deslizarse sobre los residuos de las frutas de la estación, varios gamines entretienen sus ocios en juegos sencillos e infantiles. Arriba se ven toscas columnas de madera y alcobas con pasadizos iguales a los amorosamente propicios corredores de hoteles. Un radio esparce profusamente las melodías de moda y mezcla, a ratos la oratoria afectada de los speakers locales. Entenebrece esta morada el suave discurrir de un sacerdote, que amonesta a los habitantes de la casa diciéndoles: “Hijos míos, Dios es muy bueno. Si no lo fuera, ¿acaso habría creado los zapatos, el barro y el betún?”.
Es el Cinerama el sitio donde viven los limpiabotas. Con un mínimun de costo viven aquí los solteros únicamente. Los otros, en cualquier sitio.
Con el alba salen los emboladores de sus yacijas y escondrijos, en donde han pasado la noche. Con las manos aún sucias del betún de la faena anterior se restriegan los ojos legañosos y adormecidos. Ignorantes de los servicios higiénicos del agua, con los pantalones a medio ajustar se tiran a la mitad de la calle, como debieron hacerlo los aterrados habitantes de Roma, cuando Nerón tuvo la idea de decir sus poemas frente al incendio de la Ciudad Eterna. Al igual de las bolas de billar tienen los emboladores una dirección premeditada. Van a los predios de su jurisdicción, a los lugares de su parroquia, en donde se les conoce lo mismo que sus cajas, sus chistes, sus vestidos que no aciertan a tener un color definido y cuyo saco no es precisamente del color del chaleco. Con las gorras ladeadas, usadas a la manera de los apaches parisienses que figuran en las películas y el piano, en una mano, en cuyo estrecho vientre se rozan mil vendas curtidas con la policromía de las cajas de betún y con uno que otro libro de Vargas Vila, de carácter detonante y un cancionero que aún tiene vigencia en las estaciones de radio locales, van a enfrentarse con zapatos empolvados y llenos de barro. También va dentro, junto con ese sencillo instrumental, una naranja sonriente y amarilla de jugosa pulpa, en donde están sembrados, como estrellas, unas sencillas menudas, que parecen diminutos ojos humanos y que la inteligencia del empresario ha partido en dos.
Llegados a la séptima cada uno toma una dirección. Esta depende de la categoría del embolador. Los de la más alta, los que se hayan en la cúspide de la profesión, los que son el modelo de los que comienzan, tienen su parroquia, su radio de acción, en donde son señores de todos los zapatos sucios, se dirigen a determinado café, cuyo nombre luce como un letrero heroico en la gorra... Ahí nadie más sino ellos pueden lustrar zapatos. Pobre del embolador furtivo que invada la zona, cuya higiene zapatil está encomendada a un embolador que se distingue de los demás por cierta gravedad que proporcionan los negocios complicados. Es difícil atender la inmensa clientela de un café y por eso se dan el lujo de lustrar los zapatos más de prisa que los demás.
Les sigue en este escalafón que no consta de ningún código, pero que es inexorablemente real como una ley de la naturaleza, los emboladores de la Plaza de Bolívar y los de San Francisco que tienen un lugar preeminente dentro del gremio.
Extienden con cuidados rituales, un pedazo de alfombra, sobre el que se sientan, serios, faquirescos. (Hoy el municipio los ha dotado con más bancas de metal). Cuando la clientela escasea —también tienen estos señores del betún y del cepillo sus horas negras— se teje una charla salpicada de humor y de palabras gruesas. Los que tienen un sentido más comercial del asunto, compran los periódicos del día y tienen las revistas de la semana. Generalmente poseen un perro de la peor de las razas, al que adoran extrañamente. Este perro se pasa el día echado y a veces, da paseítos, sin fatigarse, como si obedeciera a una receta del veterinario.
Cuando son las doce del día, crece la afluencia de los que quieren una repisada del betún para sus zapatos. Es la hora más activa. Se les ve “concretados en el acto”, doblados sobre los pies del cliente y golpeando, intermitentes, con el cepillo la caja. El embolador está compenetrado con los zapatos.
Los emboladores de las oficinas tienen a flor de labio la palabra “doctor”, que resuena como una letanía.


 Revista Estampa, 22 de julio de 1939.  Tipos y Cosas de la Ciudad

No hay comentarios:

Publicar un comentario