Por Alberto Salcedo Ramos
A Víctor Regino no le preocupa
que esta noche, cuando regrese al ring después de un retiro de trece años, el
público le grite anciano o el rival le desencaje la mandíbula: a él sólo le
interesan los cien mil pesos de la paga, con los cuales podrá restablecer
mañana su pequeño taller de traperos.
Son las cinco de la tarde y nos encontramos en un restaurante del centro de
Montería. Regino cena temprano porque quiere evitar sentirse aletargado durante
la pelea, que comenzará dentro de tres horas. Por cierto, hoy le ha tocado
adelantar el horario de todas sus comidas: desayunó a las cinco de la madrugada
y almorzó a las once de la mañana. Mientras retira la remolacha del plato con
un gesto de repulsión, advierte que no le gustaría que su hija Yoeris, de
quince años, asistiera esta noche al coliseo. Luego sorbe su jugo de toronja,
mira de soslayo hacia el televisor. Regino agarra el cuchillo con la mano
izquierda y el tenedor, con la derecha. Corta la carne en rodajas toscas, que
engulle despacio.
De pronto, saca del bolsillo de su camisa un trozo de papel en el que tiene
anotados los elementos que comprará con el dinero del combate: treinta libras
de pabilo de algodón, quince yardas de lycra y veinte palos de cedro macho. Su
idea es reanudar la producción mañana mismo, antes del mediodía. El resultado
de la contienda le tiene sin cuidado, porque él ya decidió que, al final de
esta misma noche, volverá a colgar los guantes. A los treinta y siete años
—admite, con un gesto de resignación—, sería absurdo que le apostara su futuro
al boxeo.
Hace días se tropezó en la ribera del río Sinú con el empresario Hernán Gómez,
quien le anunció que montaría una cartelera boxística en homenaje al ex campeón
mundial Miguel Happy Lora. A Regino se le abrieron las agallas en seguida.
Sabía que si participaba en la velada podría reabrir el negocio que clausuró a
mediados de 2006, por falta de capital para costear la materia prima. El
problema era su prolongado destierro de los cuadriláteros: ningún promotor se
animaría a programarlo en esas condiciones, a menos que necesitara un relleno
de emergencia. Así que se le anticipó al escollo con una mentira: dijo que
llevaba ocho meses entrenando diariamente en el gimnasio. A continuación,
cuando Gómez le preguntó la edad, Regino redondeó su artimaña quitándose seis
años de un solo envión.
—Ya casi voy a cumplir treinta y uno, docto.
Mientras lo veo masticar su bistec con parsimonia, supongo que hay que ser
despistado de remate para tragarse tamaño embuchado. Porque lo cierto es que
Regino aparenta más de cuarenta años. Su piel cobriza, normalmente templada
como un tambor, acusa los trastornos causados por la dieta estricta del último
mes: se ve marchita, vaciada. Tiene una catadura de huérfano que quizá se debe
a sus ojeras profundas. Uno pensaría que consiguió su ropa entre los restos de
un naufragio: la camisa demasiado ancha, los zapatos con las puntas dobladas
hacia arriba. Hasta su bigote largo y desgreñado, que contrasta con sus
mejillas escurridas, parece heredado de un difunto mucho más grande que él.
En aquel encuentro casual, Gómez le propuso a Regino sustituir a un púgil que
se le había escabullido dos horas antes, cuando se enteró de que su rival sería
el invicto Miche Arango, un muchacho de veinticuatro años que, según los
locutores deportivos de la ciudad, tiene morfina en los puños. Regino aceptó
sin vacilar, porque sabía que no le quedaba otra alternativa. Desde entonces
empezó a escuchar los pronósticos más sombríos. Un reconocido profeta local
opinó que esta sería la clásica pelea desigual de tigre con burro amarrado.
Otro invocó la viejísima analogía entre el ring y el patíbulo. Y el de más allá
dejó en claro que no arriesgaría un céntimo por él.
Regino sorbe su jugo de toronja, ensarta un aro de cebolla con el tenedor,
encoge los hombros. A él no lo desvelan esos malos augurios, dice. Aunque sabe
que la derrota es posible, se niega tajantemente a regalar su cabeza. Piensa
que si sobrevive a los cuatro primeros asaltos, podría ganar, pues su
adversario seguramente estará cansado a esas alturas. En todo caso —repite,
después de limpiarse la boca con la servilleta— lo verdaderamente importante no
es el resultado de la contienda sino el hecho de que mañana amanecerá con
dinero para reactivar su microempresa de traperos.
***
Visto por la espalda desde su esquina, mientras recibe las instrucciones del
árbitro en el centro del ring, Víctor Regino parece medir menos de los ciento
sesenta centímetros que le atribuye su cédula de ciudadanía, tal vez porque
tiene el lomo encorvado. Para pelear en el peso gallo —ciento dieciocho libras—
debió perder ocho kilos en los últimos treinta días. Pese a su aspecto magro,
conserva un par de rollitos de grasa a ambos lados de la cintura. Sus piernas
pasarían inadvertidas de no ser por los músculos gemelos tan tensos y
abultados. Regino brinca en la punta de los pies, lanza una combinación de
golpes en el aire. Ahora, por fin, está de frente. Noto que ha adquirido el
típico pecho de gorila viejo de los boxeadores cuarentones: lampiño, esponjoso.
Miguel Arango, el contrincante, tampoco es el prototipo del atleta musculoso.
Pero es joven, aventaja a Regino en doce centímetros de estatura y jamás ha
estado inactivo. Su piel lechosa lo delata a leguas como un hombre procedente del
interior del país, de esos a los que por acá, en el Caribe, se les llama
"cachacos". En los coliseos de la región impera la otra cara del
racismo: el público, conformado en su gran mayoría por negros y mulatos
excluidos, manifiesta sin ningún pudor el deseo de ver al boxeador blanco
tendido en la lona con la boca llena de espuma. Tal actitud refleja, acaso, la
ambición de cobrarle una amarga revancha a la historia. Los espectadores de hoy
son especialmente hostiles contra Arango, a quien no le perdonan que haya
reventado a cuanto monteriano le han puesto en frente.
La última vez que Regino se calzó los guantes fue el quince de marzo de 1993.
En ese momento registraba diez derrotas y apenas tres triunfos. El récord de
Miche Arango, en cambio, no podría ser más imponente: ha ganado en fila india
los diecisiete combates que ha disputado hasta ahora, todos antes del tercer
round. El sentido común indica que hoy se apuntará el nocaut número dieciocho
sin necesidad de despeinarse. Al final de la jornada cobrará un botín de 900
mil pesos, es decir, nueve veces la cantidad que recibirá Regino. Las
diferencias entre los dos, a propósito, son abismales. Arango llegó al coliseo
escoltado por una comitiva ruidosa: ayudantes, primos, fanáticos, la fauna
característica de los vencedores. A Regino, quien se vino de pie en un
destartalado autobús hediondo a vegetales rancios, no lo acompañaba nadie:
ningún vecino del barrio, ningún pariente en primero o en cuarto grado, ningún
compadre. Ni siquiera sabía quién lo iba a dirigir en su esquina, pues a los
púgiles del montón, como él, se les consigue a última hora cualquier instructor
desocupado que esté dispuesto a sudar la gota gorda por veinte mil pesos. Estos
entrenadores provisionales, a semejanza de los abogados de oficio, no están
allí para salvar el alma de sus clientes desahuciados, sino para legitimar la
función. Para transmitir una idea de justicia que deje a todo el mundo con la
conciencia tranquila. Porque lo cierto es que un boxeador sin asistente
desluciría el espectáculo, lo haría ver como un linchamiento vulgar.
Hace pocos minutos, mientras Hernán Gómez y uno de sus colaboradores discutían
sobre quién podría ser el entrenador de Víctor Regino, escuché el gracejo más
cruel que se haya pronunciado jamás en un coliseo. Su autor fue Tutico Zabala,
el importante empresario boxístico puertorriqueño, invitado especial a la
velada. De pronto, mirando su reloj con ansiedad, Gómez soltó la pregunta
clave.
—Y entonces, ¿quién subirá a Regino en el ring?
Tutico sonrió con malicia, antes de meter la cuchara con su chispa demoledora.
—A mí no me preocupa quién va a subirlo, sino quién va a bajarlo.
El entrenador elegido, finalmente, fue José Manuel Álvarez, quien ahora vigila
a su pupilo desde la esquina. Mientras el anunciador oficial lee por altavoz la
ficha técnica del combate, Regino comienza a calentar los músculos. Una finta
lateral hacia la izquierda, otra hacia la derecha. Un golpe largo y otro corto,
uno abajo y otro arriba, one, two, one, two, one, two, como enseñan los
manuales. Nada de gracia, pienso. Hilando demasiado fino, uno supondría que sus
movimientos burdos se deben en parte a los sobresaltos que ha padecido. Cuando
lo urgente es tapar las goteras del techo, la danza se vuelve pecata minuta,
oficio insignificante. Por eso los boxeadores menesterosos, los que en su vida
diaria reciben tantos porrazos como si estuvieran en el ring, son casi siempre
muy bruscos. Saben cómo evadir un cuchillo, pero se sienten extraviados cuando
suena la mazurca.
Y bien: ahí tenemos a Regino, en el centro del cuadrilátero, debajo de una
lámpara que lo ilumina a chorros como para dejarlo en evidencia. Está allí para
recordarnos que, a pesar de nuestras ropas, seguimos desnudos. Somos a menudo
muy pretenciosos en nuestro confort, pero deberíamos ir coligiendo que si nos
niegan el perfume, como a Regino, lo que nos queda es el sudor. El hombre se
llena la boca hablando de la Civilización y piensa que sus antepasados
primitivos, aquellos que debían luchar cuerpo a cuerpo contra las demás
especies de la Creación, son criaturas anacrónicas. Y, sin embargo, todavía a
estas alturas le toca arriesgar el pellejo por un trozo de pan. O por unos
traperos.
***
A las nueve de la mañana el calor en Montería es insoportable. Radio Panzenú
acaba de reportar una temperatura de treinta y cuatro grados centígrados a la
sombra. Dentro de once horas, exactamente, Víctor Regino subirá al ring para
enfrentarse a Miche Arango. Cualquiera en su situación estaría en este momento
pegándole al saco de arena o haciendo ejercicios abdominales. Él madrugó a
tajar pescados en una fonda del Mercadito del Sur, para granjearse el desayuno.
Después fue al barrio El Recreo a podar un jardín. Y ahora se encuentra aquí,
en el Colegio Buenavista, reclamando las calificaciones de su hija Yoeris.
Regino luce pensativo con el boletín de notas en la mano. Triste, quizá. Dice
entonces que lamenta no haber estudiado y confiesa que, en sus tiempos de
boxeador activo, jamás revisó un contrato delante de los empresarios, porque le
daba vergüenza revelar su analfabetismo. Siempre pedía que le dejaran llevar el
documento para su casa, con el pretexto de que debía analizarlo con mucho
cuidado. Después, por supuesto, acudía a alguien que supiera leer.
Mientras emprendemos el camino de vuelta hacia su casa, Regino dice que su hija
Yoeris ya está lo suficientemente advertida acerca de los problemas que genera
la falta de educación.
—Yo le digo que no se quede bruta como yo, porque los brutos se mueren muy
rápido.
En principio, la sentencia de Regino se me antoja exagerada. Cuando se lo
manifiesto se encoge de hombros, calla, y sigue avanzando con su tranco corto a
través de la trocha llena de guijarros. De repente se detiene en seco. En 1982
—dice, cabizbajo— su padre era mayordomo de una finca en Antioquia. En cierta
ocasión, desesperado por una tos persistente que no lo dejaba dormir, se bebió
a pico de botella medio frasco de pesticida, porque lo confundió con el
expectorante de su patrón. Antes del amanecer, murió. Si su padre hubiera
sabido leer —agrega Regino con la voz quebrada— a lo mejor estaría vivo
todavía.
—¿No le digo que los brutos se mueren rápido? —me pregunta con una expresión
que parece a medio camino entre el sarcasmo y el abatimiento.
Luego agacha el rostro. Noto que el pecho se le sacude de manera entrecortada.
Llora sin darme la cara, acelera el paso. Recorremos cerca de cien metros en
absoluto silencio. Al rato empezamos a ver las primeras chozas de Brisas del
Sinú, el arrabal donde vive. En la vía principal, por donde vamos avanzando,
corretean montones de niños en cueros, muchos de los cuales exhiben ya los
cañones iniciales de su vello púbico. Una mujer rolliza le grita a su vecina, a
través de la cerca, que le regale una pastilla de Buscapina para aliviar su
cólico menstrual. Levanto los ojos y lo que veo no es el cielo sino una
enmarañada red de cuerdas que salen de todas las casuchas y se entrecruzan en
el aire: son los cables eléctricos que la gente utiliza para encadenarse al
servicio de energía sin pagar un solo centavo. Tales cables funcionan, también,
como tendederos de ropa. En uno de ellos hay un calcetín de bebé que flamea a
merced del viento. Lo que más me asombra es descubrir en cada calle fogones
improvisados sobre el suelo desnudo, en los cuales se cocina desde un pastel
envuelto en hojas de bijao hasta un sancocho de huesos. Deduzco entonces que
estoy frente a un contrasentido: en un sitio donde la gente carece de dinero
para comer, abunda la comida, y además la venden los mismos que tienen hambre.
Poco después me informan que aquí, con tres mil pesos, almuerzan dos personas.
Quizá no consuman el manjar más exquisito, me advierten, pero quedan con las
panzas repletas. O sea que nadie pasa hambre, como yo había creído. En todo
caso sigo pensando que estas fondas lánguidas son tan solo una forma de
consuelo. Su razón de ser, más que el lucro, es el instinto de supervivencia.
Al repartir la miseria, la conjuran. Así se permiten convertir la escasez en
motivo de sorna. Esa capacidad de burla se evidencia, por ejemplo, en los
nombres que les ponen a algunos de sus platos más pobres: a la montaña de arroz
atravesada en la cima por un banano triste se le llama "arroz al
puente". También existe el "arroz al nevado", que es un cerro
igual al anterior pero está coronado por un huevo frito similar al cráter de un
volcán.
Como si leyera mi pensamiento, Regino aclara que su problema no es la falta de
comida sino el temor de que Yoeris "se quede bruta" o "coja
marido antes de tiempo". Su reto —reitera, mirando otra vez el boletín de
calificaciones— es educarla para que se defienda de tales peligros. Y por eso
volverá al ring esta noche. Él calcula que necesitará dos semanas de producción
en el taller de traperos, para pagar los tres meses de pensión que debe en el
colegio de su hija.
Ahora, mientras lo veo doblar por la esquina, tengo la impresión de que no
salta para evadir el charco que está frente a su casa, sino para subir al
cuadrilátero a comenzar su pelea. O, más bien, a continuarla.
***? Regino ganó los dos primeros rounds. Al plantear el combate en corto
maniató los brazos largos de su rival y logró conectar varios golpes que
hicieron poner de pie al público. Parecía que ganaría por nocaut, especialmente
cuando metió ese gancho de izquierda en el estómago de Miche Arango. Un
espectador lo celebró a grito herido:
—Dale duro, carajo, que es cachaco y no es familia mía.
Regino no pudo rematar la faena porque sonó la campana. En el tercero, alocado
por el respaldo de la gente, arremetió contra Arango de manera insensata, ya
que lo hizo con la guardia muy abajo. Entonces se encontró de frente con un
mortero que le explotó en la barbilla. Cuando cayó a la lona con las piernas
tiesas, la mirada extraviada y el protector bucal bailoteando entre los labios,
todo el mundo comprendió que estaba liquidado.
Ahora, mientras se baja del ring sin ayuda de nadie, noto que Regino no tiene
el semblante postrado de los perdedores. Es más, luce radiante a pesar de la
sangre que se le asoma por las fosas nasales. Sonríe, saluda a un aficionado. Y
además le sobran agallas para levantar la mano derecha con la "V" de
la victoria. El público, seguramente, ignora cuál es el motivo secreto que lo
lleva a comportarse como si hubiera ganado. Pero le prodiga un aplauso monumental
que retumba en todo el coliseo y parece estremecer el resto de la Tierra.
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