Por
Ana Gabriela Rojas
En India, el oro es
sinónimo de estatus. Y existe un hombre muy excéntrico y ambicioso que decidió
gastarse 250.000 dólares en una camisa 100 % del metal dorado. SoHo enviío a
una periodista hasta su ciudad para buscarlos a él y a la prenda que lo hizo
famoso.
Mi misión era encontrar al “hombre de oro”, un
indio estrafalario llamado Datta Phuge. Saber sus razones para hacerse una
camisa con el preciado metal. Me habían advertido que no sería fácil. Que es
evidente que al hombre le gusta la fama y que le encantaría que su historia
saliera en una revista para hombres en Colombia. Pero que en las últimas
semanas huye del ojo público porque se revelaron sus problemas financieros y a
su esposa la destituyeron de su cargo en el gobierno local. Presentó un
documento falso que la acreditaba como de una casta, cuando en realidad no lo
era.
Pero la dificultad no iba a amedrentarme. Llevo seis años en India, donde hasta
los mejores reporteros se cansan de las complicaciones y enredos. Precisamente
la perseverancia —o la necedad— es mi única virtud. Muchas veces me han dado
una entrevista no porque sea la mejor cazadora, sino porque mi presa se ha
cansado de tanto esconderse.
Entonces volé a Pune, que le sigue a Bombay como la ciudad más rica y
cosmopolita del estado de Maharastra, en el oeste del país. No me importó que
los cuatro teléfonos que había conseguido del escurridizo hombre dorado y de su
esposa estuvieran apagados todas las veces que llamé.
“Datta Phuge ha logrado entrar al Libro Guinness de los récords por comprar la
camisa más cara del mundo, hecha de oro”, me daba la bienvenida a la ciudad la
portada del periódico DNA, uno de los más vendidos en inglés. La prenda vale
unos 250.000 dólares (más de 480 millones de pesos).
Mi primer movimiento fue ir a la joyería donde la hicieron. “Ranka Jewellers”,
dice el letrero de luces neón rosa y lila que corona el negocio, en las tres
primeras plantas de un edificio de cristales. Decenas de personas se
arremolinan para pagar en las cajas. Los clientes van desde una señora con sari
de seda, tacones y cartera de Vuitton, hasta otra que lleva sari de algodón,
sandalias y bolsa de plástico. Pero la mayoría parece de clase media. Los
encargados de cobrar no dan abasto, a pesar de tener máquinas para contar
billetes. En un letrero luminoso dice los precios del oro al día: algo así como
441 dólares (850.000 pesos colombianos) por 10 gramos de 24 quilates. El precio
está bajo, así que la gente aprovecha para comprar.
Este negocio familiar comenzó en un pequeño local hace más de 130 años. En las
últimas tres décadas se expandió a seis tiendas y están por abrir otras dos.
Mientras espero a que me reciba uno de los dueños, miro las extravagantes
piezas que se exhiben. Me pruebo unos aretes de 12 centímetros recargados de
piedras verdes y violetas. Tengo que quitármelos porque son pesados y siento
que me están arrancando las orejas. El oro es más amarillo que el que usamos en
Latinoamérica: aquí gusta este tono, el del metal más puro, por eso la joyería
es de 22 quilates. Y sirve para mostrar en las fiestas, sobre todo en las
bodas, el dinero que se tiene.
Una joven vestida de occidental, que está allí para comprarse una pulsera, me
ratifica en un inglés superamericano lo que dicen los expertos: “En India,
acumular oro, además de dar estatus, es una forma de ahorrar y de invertir”.
Por eso ahora no solo se vende en joyas, sino que se puede comprar por gramos
en las cantidades que uno quiera. En una esquina de la tienda, un par de
señores se dedican a cortar con pinzas unas barritas miniatura en cantidades de
10 gramos. Algunas señoras compran un poquito cada vez que pueden, a manera de
ahorro, y lo van guardando en los lugares más inverosímiles de su casa. Puede ser
en un zapato o en el fondo de una olla.
Un amigo más enterado de asuntos esotéricos me había contado que el metal
dorado es tan apreciado porque se asocia con Lakshmi, la diosa hinduista de la
prosperidad. Al usarlo, se supone que se reciben algunas de sus bendiciones.
Además, de acuerdo con la medicina tradicional india del ayurveda, abrillanta
la piel y es bueno para la salud. A los bebés se les da un anillo de oro
embarrado de miel para que con ella chupen las virtudes del metal.
Cuando me recibe, Tejpal Ranka dice que se siente orgulloso de “la obra de
arte” que él mismo diseñó y que fue hecha completamente a mano. Me explica que
16 artesanos trabajaron por 16 días, y no tiene reparo en decir que las
jornadas fueron de 16 horas. Se inspiró en las armaduras de los marajás o
príncipes indios. La camisa de Datta Phuge está compuesta de 25.000 pequeñas
piezas de oro en forma de flores, cada una unida en cuatro partes por cable,
también de oro. Y todo está montado sobre terciopelo blanco para que sea “cómoda
de usar”. El fabricante me cuenta también que “no quería usar máquinas
italianas para hilo de oro, sino que quería hacer algo sólido de acuerdo con la
cultura y el look indios”.
Phuge —que se pronuncia Fugue— es un buen cliente, dice Ranka, quien asegura
que fue él quien le dio la idea de hacerse una camisa: “Quería ser diferente, y
ahora todo el mundo tiene cadenas y pulseras, y todos se ven igual”. Recuerda
que al principio Phuge no quería algo tan caro porque no tenía suficiente
dinero. La primera vez llegó con apenas 1,5 kilos de oro, pero fue completando
hasta llegar a los más de 3 kilos con los que fue hecha la prenda. El joyero me
promete llamar al hombre de oro para que me reciba, y me dice que si vuelvo al
día siguiente, me dejará ver la camisa.
—¿Pero no la tiene Phuge? —le pregunto.
—No, la tengo yo —me contesta.
—¿Por qué?
—Porque tenemos un contrato: es su oro, pero es mi diseño. Así que es suya,
pero yo la guardo. La puede usar cuando quiera, pero me la tiene que pedir.
—¿Y cuántas veces la ha usado?
—Unas cinco o seis. Verás, es un objeto de posesión, más que de uso. Así que es
solo para ocasiones muy exclusivas.
A mí no me gusta el oro, pero siento que me late más rápido el corazón mientras
espero en la oficina de Ranka a que uno de sus asistentes me traiga la camisa.
Llega con una caja de cartón. Cuando la abre, saca la camisa en un gancho y
cubierta con un plástico. Es de un amarillo brillante. Me la da y me sorprende
lo pesada que es.
Tiene una lámina —por supuesto también de oro— que reza que fue diseñada por
Tejpal Ranka, además de su peso exacto (3,3 kilos) y la fecha de elaboración:
diciembre de 2012.
Ranka me muestra que los botones reales están debajo del oro, en el terciopelo,
y que los seis que resaltan son adornos: flores hechas con cristales de
Swarovski anarajandos rodeados de piedras brillantes. Noto que a los costados,
cerca de las axilas, ya está un poco descosida.
La camisa no se puede lavar: se tiene que desmontar para limpiar el oro y
cambiar el fondo de terciopelo. Eso se hará después de varios años.
Cuando el empleado ya se la va a llevar, me atrevo a preguntar si puedo
probármela. Ranka acepta. Dos personas tienen que ayudarme a ponérmela. El
orfebre asegura que es muy resistente. Me queda solo un poco grande. Imagino
que Phuge no es mucho más alto que yo, que mido 1,70 metros. Puesta ya no pesa
tanto, pero no me imagino andar con esta prenda en el calor de India. Me cuesta
moverme con ella.
Mientras pienso que así se debe sentir uno dentro de una armadura y me imagino
la cara de la gente si saliera corriendo con ella, el joyero me comenta que él
no se la pondría. “No uso oro, creo que es porque veo mucho todos los días”,
justifica, enseñándome las muñecas y el cuello desnudos.
—¿Y para qué la quiere Phuge?
—Está obsesionado con el oro. A otras personas les gustan los coches o las
casas, a Phuge le gusta el oro. Además, es una forma de demostrar que él puede
hacer lo que nadie había hecho, una forma de sentirse importante.
Antes de irme, le pido que lo llame por teléfono, pero a él tampoco le
contesta, ni en su número “secreto”. Así que el joyero me cuenta en qué área
vive, pero no me da la dirección concreta, entre otras cosas porque en India
las direcciones nunca son exactas.
…
De camino a su casa, imagino cómo será Phuge. Me habían contado que es uno de
los nuevos ricos que han surgido en Pune gracias al boom económico de esta
ciudad, uno de los mejores ejemplos del salto a la prosperidad que han dado
algunos sectores de India. Tiene poco más de tres millones de habitantes, según
el censo de 2011, pero es probable que sea más por la migración constante de
gente de las zonas rurales a esta urbe, que es un sueño de bienestar.
El padre de Datta tenía tierras de cultivo que, de un día a otro, se volvieron
muy cotizadas para la industria que empezó a instalarse aquí y multiplicaron su
valor. “Esta gente, en cuanto consigue dinero, lo primero que hace es comprarse
una camioneta todoterreno y luego empezar a competir entre ellos para ver quién
se cuelga más oro”, me dice el periodista local Syed Imtiaz, que ha
entrevistado a Phuge, pero que me explica que ahora es difícil encontrarlo.
El hombre de oro ha tenido una muy mala racha últimamente, tanto en sus
negocios como prestamista (es dueño de una especie de pequeño banco) como en su
carrera política. Phuge es miembro del gobernante Partido del Congreso y aspira
a contender por un puesto en el Parlamento. Pero una investigación policial
descubrió que su empresa tenía una deuda y la gente ha comenzado a pedirle que
le regrese su dinero. Para completar, su mujer, Seema (de la misma agrupación
política), ha sido despojada de su puesto en el gobierno local tras descubrirse
que el certificado de casta inferior que presentó para tener la cuota requerida
era falso.
Tras los titulares por la camisa de oro de Phuge, su partido se dio cuenta de
que la ostentación con oro no daba una buena imagen ante los votantes y pidió
moderación a sus miembros. En el estado de Maharastra es común que los
políticos quieran llamar la atención y mostrar su riqueza y poder con el metal.
“La gran mayoría de ellos se ha quitado el oro para limpiar su imagen, pues
estamos a un año de elecciones. Pero después se lo volverán a poner. La memoria
de la gente es muy corta”, explica el periodista.
Para Imtiaz, sin embargo, Phuge ha hecho muy buen negocio con su camisa: se ha
dado a conocer. El oro no pierde su valor, se puede fundir o vender a precio
del mercado. Las pérdidas en ese caso serían solo el costo de hacerla: según el
fabricante, 30.000 dólares, menos del 12 % de su valor total. “La gente gasta
miles de dólares en publicidad y no la obtiene. A Phuge ahora lo conocen como
el hombre de oro. Ha aparecido en todos los canales, en todos los periódicos de
India y en muchos internacionales. Fue un movimiento muy bien calculado”,
afirma.
Pero para otros la excentricidad de Phuge no merece ningún respeto. “¿Qué clase
de persona puede hacerse una camisa de oro en un país donde mucha gente no
tiene para comer”, dice Sulabha Ubale, del partido hinduista Shiv Sena,
opositor al del señor dorado. En su opinión, Phuge busca publicidad a cualquier
costo y no le interesa la gente pobre, “a la que le presta dinero con intereses
exorbitantes”. Ubale cuenta, además, que por sus deudas y la mala situación de
sus negocios es que Phuge regresó la camisa al joyero. Cuando le pregunto por
qué ella trae tres anillos y dos cadenas de oro, me dice que “son muy
sencillos… y las mujeres tienen que llevarlos para verse bien”.
…
De camino a casa de Phuge, pregunté varias veces dónde vivía: a un peluquero, a
un vendedor ambulante de frutas, a un señor que llevaba a su esposa en una
moto, a una mujer que acababa de recoger a sus hijos en la escuela. Todos
sabían quién era. Y todos señalaban hacia el mismo sentido, algo no muy común
en India al preguntar por direcciones.
Al fin llegué, por una entrada despavimentada, a un conjunto de edificios con
un aspecto un poco descuidado, donde un perro callejero bebía agua de un charco
y unos niños descalzos jugaban a amontonar piedras en otro. Al final del
vecindario hay un templo hinduista rosa con amarillo terminado en pico.
El lugar no tiene nada de malo, pero me sorprendió que un hombre que puede
permitirse “tener” la camisa más cara del mundo viva en un sitio tan corriente.
Con lo que vale su camisa se podría comprar una casa mucho más lujosa en esta
zona. O incluso diez departamentos como el que tiene, según comenta una
periodista local que sabe de bienes raíces.
Su edificio tiene dibujado el número 8 con aerosol negro. En la puerta de
fierro hay flores ya secas. Por los balcones cuelgan calzones, calcetines y los
tradicionales vestidos indios, los saris. Su departamento está en el segundo
piso. El dios elefante, Ganesha, y una esvástica, que en el hinduismo
representa la buena suerte, adornan la puerta. Toqué incontables veces. Nadie
respondió.
No podía creer que el hombre que había salido en todas las portadas no fuera a
hablar conmigo. Así que empecé a gritar su nombre pidiendo que me abriera. La
vecina del apartamento contiguo salió, pero se metió, como si estuviera
asustada, cuando le pregunté por el hombre de oro. Algo parecido pasó con la
del piso de abajo.
Resignada, me fui a la otra zona en la que me habían dicho que podía
encontrarlo Era un vecindario llamado Phuge. Apenas entré, una mujer me dijo
que Datta Phuge era el dueño de todo el edificio, su arrendador, pero que no lo
veía mucho, que mandaba a sus sirvientes a cobrarle la renta.
Salí desconsolada, visiblemente abatida, tanto que un joven me preguntó qué me
pasaba. Le dije que buscaba a Datta Phuge. “Yo soy su primo, me llamo Nilesh
Phuge”. Y pronto me vi rodeada de doce chicos con el mismo apellido, que en el
idioma local significa pelota. Todos hombres jóvenes, todos queriéndome contar
cosas buenas de él. Todos al mismo tiempo y todos gritando. Antes de contestar
mis preguntas quisieron que les tomara una foto, y varios de ellos me
retrataron con su celular.
—¿Por qué vive en una casa que vale menos que su camisa? —fue mi primera
pregunta.
—Porque es un hombre al que le gusta vivir de manera sencilla —contestó Anil
Phuge, uno de los primos.
—¿Y por qué tiene entonces una camisa de oro?
—El oro le ha gustado siempre. Desde que era niño le gustaba traer cadenitas y
pulseras de oro. Siempre ha sido su forma de invertir —añadió Shubham Phuge.
Ellos no ven ninguna contradicción.
Datta es muy divertido. Es buen hijo y ayuda a sus padres. Le gusta la comida.
Su platillo favorito es el pollo que prepara su esposa. Le gustan las películas
de Bollywood. Es fanático del cricket, gran admirador de Sachin Tendulkar, uno
de los mejores jugadores indios de todos los tiempos. La propia familia tiene
un equipo que ganó la copa local hace cuatro años. Datta es el capitán porque
es bueno bateando. Esas son algunas de las informaciones que logro obtener en
medio del caos que generan doce hombres emocionados que hablan cada vez más
fuerte.
Uno de los Phuge, que parece estar borracho, dice que su primo ayuda a los
pobres y que a él mismo le dio dinero para una operación de corazón que
necesitaba. Otro, tal vez el más gritón, me regala una foto de él con su primo
célebre, que aparece en el retrato vestido con la camisa que lo dio a conocer.
“Es el hombre de oro. Se ha vuelto famoso y todos en su familia estamos orgullosos
de él”, concluye Shubham, uno de los más jóvenes pero más articulados. Entre
ellos, todo es admiración: nadie quiere hablar de los problemas de su pariente
e ignoran todas mis preguntas al respecto, como si no las oyeran.
La mayoría de la prensa afirma que Datta tiene 32 años, pero sus primos me
corrigen: en realidad tiene 42. Les creo, pues tiene dos hijos, uno de 21 años
y otro de 18. Apuntan también que es un hombre muy religioso, y para ellos eso
explica todo: no es que esté escondido, está de peregrinaje. Viajó, como cada
mes, al templo de Tirupati, algo así como el Vaticano del hinduismo, a unos
1000 kilómetros de Pune. “Esta vez fue a dar gracias por lo feliz que está de
que su nombre sea reconocido por Guinness”, asegura el joven Shubham.
Me despido de los Phuge con un poco de dolor de cabeza. Un señor detiene su
motocicleta al lado mío: “¿Quieres saber lo que es Phuge? Es un corrupto”, me
dice, y luego acelera sin dejar que le pregunte nada más.
Esta vez mi perseverancia no sirvió para mucho. Camino despacio a ver si el
hombre dorado aparece de repente. Pero no lo hace. Me voy de su barrio y de su
ciudad sin haberlo visto. Sin haber podido siquiera hacerle una pregunta. Datta
Phuge se salió con la suya. Se escondió de mí. Estoy a punto de sumirme en la
frustración. Pero entonces recuerdo mi pequeña venganza: me puse su camisa de
oro sin que él lo supiera.
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