Por Antonio Sanint
Fotografías de Camilo Rozo
Hace veinticuatro que me gradué
del colegio que tengo frente a mí: el Gimnasio José Joaquín Casas, que me abrió
sus puertas en 1984, después de que de tres instituciones me echaran por la
puerta de atrás. Acepté el desafío de regresar a este colegio, tantos años
después, con la misión de comparar qué tanto han cambiado las cosas entre una
década y otra, por una razón fundamental: y es que, durante todo este tiempo,
el José Joaco siempre ha estado conmigo. No quiero sonar cursi, pero es así.
Fue acá donde me descubrí a mí mismo; donde, por primera vez, no me rechazaron,
como en los otros lugares, sino que me acogieron con cariño inolvidable.
Durante muchos años pensé que tenía alguna clase de problema mental; que
tenía pocas capacidades intelectuales. En otras palabras: durante muchos años
creí que era bobo.
No es difícil que un niño piense algo semejante cuando los profesores se lo
repiten incesantemente: ?—A ver, Sanint, ¿usted es que es caído del zarzo o
qué?
—¿Sanint, a usted es que le hace falta irrigación en la cabeza?
—Miren esta ecuación tan fácil, hasta el tarado del Sanint puede hacerla.
Pasé por tres colegios; repetí dos años. Mi autoestima vivía arrastrándose
por el piso. Una psicóloga me diagnosticó ‘déficit de atención’, una falta de estímulos
eléctricos en la cabeza por culpa de la cual es difícil concentrarse.
Pero lo que para muchos profesores era un problema, para mí acabó por ser
uno de los instrumentos más importantes de mi trabajo y de mi vida. Porque ese
‘déficit de atención’, popularmente llamado ‘englobe’, hace que me pierda en
lugares fantásticos, repletos de situaciones mágicas, que terminan nutriendo a
los personajes que hago como actor y que me ayudan en los montajes que realizo
como comediante. Cuando estoy ‘englobado’ estoy, literalmente, soñando
despierto. Y eso es una bendición.
Logré entender la bendición de tener aquel síndrome a los 23 años, cuando
trabajaba como creativo en una de las agencias de publicidad hispana más
grandes de Estados Unidos. Antes de eso, suponía que cada uno de mis logros era
producto de la buena suerte. En resumidas cuentas: la vida me había sonreído
porque a los dioses del Olimpo yo les parecía un buen tipo, pero, en el fondo,
yo era el Forrest Gump colombiano. Y mis victorias no eran del todo mías.
Entonces entendí que la autoestima es un músculo crucial, que uno debe
entrenar constantemente, y que muchos profesores por poco me la atrofian. En un
momento dado hice un inventario para ejercitar ese músculo y me di cuenta de
que, desde muy pequeño, mi creatividad y mi vocación a la comedia me habían
salvado la vida. En cada colegio por los que pasé buscaba la forma de subirme a
un escenario, para el caso un pupitre, para hacer reír a los demás. Pese a que
la risa de mis compañeros para mí era sinónimo de satisfacción, mi sentido del
humor, del que ahora vivo, jamás fue recompensado por profesor alguno. Al
revés. Muchas veces fue motivo de sanción.
El José Joaco fue el único colegio en que mi autoestima estuvo a salvo: el
único lugar en el que me dejaron ser lo que soy. Allí, don Jaime Leal González
y su hijo, Jaime Enrique, me recibieron con el corazón abierto hace
veinticuatro años. Ambos han sabido que no todos los seres humanos son para
todos los colegios y que cada hombre debe tener la libertad de buscar su
destino.
Y ahora así retomo: después de dos décadas y media vuelvo a ese lugar donde
por primera vez me sentí tranquilo y donde me dejaron desarrollar mis
habilidades. Acá, pues, estoy listo a confrontar el colegio de ahora con el
colegio de mi época. Ustedes mismos juzguen si todo tiempo pasado fue mejor.
EL BUS
Me recogió a las seis de la mañana y pude notar que ya no existen esos
buses viejos y destartalados con puertas que el mismo chofer abría con una
palanca. Ya no existen, tampoco, esas bancas donde millones de niños perdieron
los dientes contra los tubos de acero luego de cada frenón en seco. Hoy los
buses son modernos y seguros, tienen asientos individuales y cuentan con un
velocímetro que señala si el conductor pasa de ochenta kilómetros por hora. En
mi época este aparato hubiera sido obsoleto, pues ninguno de los buses de mi
colegio andaba a más de catorce kilómetros por hora; para romper esa barrera
era necesario sentarse en la banca de atrás y gritar: “Chofe, chofe, más velocidad…
hunda esa chancleta y verá cómo le va”.
Como en mi época, la mayoría de alumnos cabeceaban con la baba a punto de
llegarle al hombro del vecino del lado. No faltaba el vago que estaba pasando
la tarea de álgebra del cuaderno de matemáticas del pilo mientras este le caía
a la linda del bus, aprovechando que ella no podía salir corriendo.
Una diferencia musical: ahora todos oyen música en un iPod de batería
cargada. En mi época, el que sacaba el walkman en el bus tenía que aguantarse
mínimo a dos estudiantes que se le pegaban —uno de cada lado de la cabeza— para
‘gorrearle’ alguito de música. Tocaba usar un Kilométrico, que encajaba
perfectamente en la ruedita del casete, para adelantar o atrasar las canciones,
todo con el fin de hacer rendir las pilas rojas Eveready, que no duraban ni
tres paraderos.
Ahora bien: si a uno, en los años ochenta, le gustaba una niña, le grababa
un casete con veinte canciones para dedicarle. La caja de plástico de ese
casete traía un pequeño cartón por dentro, y uno se esmeraba para marcar en
rapidógrafo, y con la mejor tipografía, los títulos de las canciones. Canciones
representativas y dedicadas de la época eran: Making Love Out of Nothing at
All, de Air Supply; Tu pirata soy yo, de Chayanne; Seré un buen perdedor, de Franco
de Vita; Hello, de Lionel Richie; Total Eclipse of the Heart, de Bonnie Tyler.
Y La quiero a morir, de Francis Cabrel (no la de DLG).
Hoy en día, si a un joven le gusta una jovencita, le entrega una memoria
USB con mil ochocientas cuarenta y tres canciones para que ella misma las suba
a su portátil. A veces evita la molestia y simplemente le manda por un mensaje
de BlackBerry la lista de canciones, para que las baje de internet o las vea en
YouTube. Canciones ‘románticas’ dedicadas y representativas de hoy son: Te
gateo (Quiero arrancarte el pantalón), de Pipe Calderón y Reycon; La fuga
(Quieres ver gas o ver gotas), de Jiggy Drama; La vecinita tiene antojo, de
Vico C; y Mala conducta, de Alexis y Fido con su inspiradora letra: “Yo quiero
azotarte, domarte… pero lo malo es que te gusta… castigarte por tu mala
conducta”. Les recomiendo que oigan esas canciones para que lleguen a la misma
conclusión que yo llegué: el reguetón es una de las razones más claras por las
cuales el mundo no pasa de este año.
FORMACIÓN INICIAL
De la ruta llegué a la formación en el patio central. Hace veinticuatro
años que no formaba en una fila, no alineaba con el compañero del lado, no
hacía ‘mariposas’ y no oía las palabras del rector dando sus tradicionales
“Buenos días”. Me llenó de orgullo ver el tesón y la constancia de este hombre
que lleva más de cuarenta años hablándoles a los alumnos desde un balcón con el
mismo cariño que se les tiene a los hijos. Él, que ha visto formar en esas
filas a Germán Vargas Lleras, Miguel Varoni, Juan Pablo Posada, Rafael Novoa,
Julián Arango, Adolfo Zableh, Daniel Rincón y muchos más personajes de la vida
pública colombiana, sigue como un roble, con el cuerpo blindado a los años.
Hay dos grandes diferencias de esta formación con respecto a la de mi
época: primero, hay mujeres en las filas; segundo, los alumnos son mejor
comportados. En mi época no faltaba el que sacaba cauchos y los disparaba a las
orejas de sus compañeros; el que distraía a otro con el clásico ‘¡pst!’ para
que lo sacaran de la fila castigado por voltear a mirar; el criminal que con un
clip le colgaba al de enfrente un papel en llamas: muchos de ellos terminaron
en la cárcel o, peor aún, en algún ministerio.
SALÓN
El salón es un microecosistema perfecto que reproduce los roles de la vida.
Uno puede ver quién es el sapo, el líder, el cepillero, el vago, el bufón, y
notar, veinte años después, que lo que los compañeros fueron en el salón, lo
siguen siendo en la vida, aunque calvos y con más panza.
Aunque hay ayudas tecnológicas, no me encontré, como temía, el aula repleta
de pantallas a lo Doce monos y el holograma de una maestra virtual que dictaba
clases en video. No. Nada de eso. En las clases que asistí, los profesores me
parecieron más creativos que en mi época, más calmados: como si hubieran
asumido el reto de ganarse la atención de los alumnos en lugar de obligarla.
Antes, en cambio, yo tenía un profesor de Filosofía que nos gritaba, con acento
boyacense, “¿Qué fue, que la burra se le fue?”; una de Biología, que parecía dar
clases de comportamiento sexual, pues cada vez que podía hacía evidente que su
marido hacía tareas extracurriculares; y una de Inglés, que reemplazaba las ‘x’
por ‘ts’: “¡This etsercise is an etselent etsperience…. Ies, ies. I am very
etsited!”.
Pensé que los alumnos estarían sumergidos en sus aparatos, enviando
mensajes por sus BlackBerrys. Pero no. Me di cuenta de que, pese a los avances
tecnológicos, el comportamiento se parece al de hace veinte años y que la
dinámica del salón es la misma: el profesor intenta desarrollar el pénsum
académico y los alumnos hacen todo lo posible para impedírselo.
Eso sí: en una actividad de discusión sobre la democracia, pude ver que
casi todos están al tanto de la situación política del mundo. Quizás es gracias
a internet, pero un muchacho de octavo grado sabe perfectamente quién es
Chávez, Castro, Kim Jong Il. Y hasta Juan Manuel Santos.
Gracias a la tecnología tienen la información mucho más a mano que uno.
Antes, para dar con la fórmula de la glucosa o el nombre del presidente de
Kenia era necesario consultarlo en la biblioteca y memorizárselo. Ahora,
dependiendo de la velocidad de conexión, cualquier dato está al alcance de la
mano en menos de un minuto. Con la tecnología parece innecesario llenar el
cerebro almacenando datos. Claro, habrá quienes preguntan: ¿y qué sucede,
entonces, el día que uno no tenga a mano un computador para consultar esos
datos? Respondo: pues sucederá lo mismo que lo que va a pasar el día que Poncho
Rentería se retire del periodismo: nada. No va a pasar nada, además, porque eso
no va a pasar nunca. Refiriéndose a la calculadora, un profesor me dijo algo
parecido. Y en más de veinte años después de graduado del colegio, no solo
nunca he dejado de tener calculadoras cerca, sino que cada vez son más
económicas, más fáciles de conseguir: vienen incorporadas hasta en el teléfono.
En la semana en que volví al colegio, fui testigo de que, por fortuna,
ahora no se le da valor a quien almacena respuestas correctas, sino a quien es
capaz de sacar conclusiones. Ahora memorizan menos, y eso me gusta. Las grandes
obras maestras no se lograron a través de la memorización, sino gracias a la
valentía de experimentar nuevos horizontes, muchas veces en contra de la
respuesta correcta.
EL RECREO
En mi época no había mujeres en el colegio. Por eso, cuando nos preguntaban
dónde estudiábamos, decíamos con cariño “en el José Joaquín Casas, para
varones”.
Cada vez que una mujer ingresaba al colegio, era como si Bambi se
despertara por accidente en la mitad de una cueva de lobos flacos en plena
época de escasez de alimentos. Desde que Jaime Leal aceptó a la primera niña
hace ocho años, hay más de cuarenta mujeres que caminan tranquilamente por los
predios del colegio sin ser acosadas de la más mínima forma. Obviamente hay
romances, parejas, hormonas, deseos y corazones rotos. Pero siempre en
positivo. Me gusta que ahora mi colegio sea mixto, porque el mundo es mixto.
La presencia de mujeres ha conseguido que los hombres se vuelvan más
respetuosos. En mi época, cuando uno salía a recreo, lo primero que debía hacer
era agacharse porque detrás de la puerta lo esperaban estudiantes mayores
dispuestos a borrarle la cara de un balonazo. En el recreo uno tenía que andar
esquivando balones o tapitas voladoras de gaseosa; evitando que le quemaran el
pantalón por detrás, con encendedores, y dando una vuelta larga para no
atravesar el corredor de los ‘Begees’, una clase de pandilleros de pantalón
entubado, mechón hasta la nariz y peinado de flecos en la nuca que lo agarraban
a uno y le hacían el famoso ‘ñonguis’, hoy conocido como ‘calzón chino’, que es
la técnica de halar los calzoncillos por la parte de atrás hasta dejarlos de
sombrero.
LA TIENDA
Una de mis mejores experiencias de este regreso fue reencontrarme con la
Mona, uno de los seres más cariñosos del planeta. Lleva el mismo tiempo que el
colegio. Por la ventana de su tienda han desfilado miles y miles de
estudiantes, que ella recuerda uno por uno, con nombre y todo. Cuando nos vimos
me abrazó como si fuera una de las tías que más quiero. No le ha pasado ni un
año. Sigue con la misma sonrisa generosa. Cambió, eso sí, el inventario:
donuts, pasteles, pizzas, empanadas, gaseosas en botellas de plástico
(¡frías!). En mi época escasamente vendían sándwiches de jamón y queso a los
que uno mejoraba añadiéndoles papas con sabor a pollo, que espichaba en el
mismo paquete. Uno le pedía a la Mona que le dejara la tapa de la gaseosa
puesta, porque el lanzamiento de tapa era uno de las actividades predilectas
del recreo. La Mona tiene una colección de fotos de todos los alumnos que
permanecen en su corazón, a los que con humor llama “sus amantes”. Ser uno de
sus amantes es un verdadero honor.
DEPORTES
Me emocionó ver que el colegio tiene cancha de fútbol… en pasto. Antes, lo
único verde que tenía la sede eran las puertas. Hoy en día hay canchas de
squash y jaulas de golf porque Jaime Enrique Leal cree que, si un alumno suyo
tiene la vocación del deporte, el colegio debe hacer todo lo posible para que
esa vocación se realice. Pero no solamente en el deporte. La hija de Jaime,
Constanza Leal, que desde hace algunos años se vinculó a esta impecable tarea
de educar talentos diferentes, me señaló un joven que quiere ser un
especialista en marketing deportivo y al que le están consiguiendo un tutor
especial para que cumpla su sueño. Apoyar esas individualidades —esos sueños—,
creo yo, es la fórmula para que nadie sea agresivo.
REGRESO
Ingresé de nuevo a mi colegio durante varias jornadas. Tomé clases, fui al
recreo, toqué en la banda, todo para poder sacar estos apuntes. Han cambiado
algunas formas, pero lo esencial no ha cambiado. Mi colegio no tiene coliseo,
ni grandes instalaciones, ni profesores de otros países. Pero sus directivos
creen que, como dijo Sócrates, la verdadera inteligencia no está en el
conocimiento sino en la imaginación. Quienes nos hemos graduado de acá siempre
recordamos las enseñanzas del rector. Y acá va mi más sincero lambetazo: quise
aceptar esta invitación de regresar al colegio para darle las gracias a él, a
don Jaime Leal, por haberme acogido; por haber creído en mí cuando nadie más lo
hizo. Y por haber hecho que yo creyera en mí. Si eso no es educación, entonces
no sé lo que es. Gracias, Jaime: gracias por mostrarme que el que camino soy
yo.
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