Por Gabriel
García Márquez
Un testigo presencial de la devastación
de Hiroshima por la bomba atómica está desde ayer en Bogotá: el sacerdote
jesuita Pedro Arrupe, quien el 6 de agosto de 1945 -primer día de la era
atómica- desempeñaba el cargo de rector del noviciado de la compañía de Jesús
en Hiroshima. Por ser español y ser España un país neutral, el padre Arrupe
continuaba en territorio japonés después de que el gobierno del Mikado había
dispuesto de todos los extranjeros originarios de países beligerantes. No había
guerra en Hiroshima. Curiosamente, en una de las principales ciudades
japonesas, con 400.000 habitantes, de los cuales 30.000 eran militares, no se
habían conocido los estragos de una guerra internacional de seis años: una sola
bomba había sido arrojada sobre la ciudad, y sus habitantes tenían motivos para
pensar que se trató de un bombardeo accidental, sin ninguna consecuencia.
Escuelas de 2.000 niños
Sin embargo -cuenta el padre Arrupe- la
población civil estaba preparada para cualquier emergencia. La policía de
Hiroshima tenía una organización perfecta, por medio de la cual se controlaba a
una ciudad más grande y más poblada que cualquiera de las ciudades colombianas:
una ciudad compuesta en general por la clase media japonesa, dedicada al comercio
en pequeña escala y a la pesca fluvial. De los 100.000 habitantes 50.000 eran
niños en edad escolar. Y es posible afirmar que el 6 de agosto de 1945, eso
50.000 niños estaban en la escuela, mientras sus padres se dirigían al trabajo.
En el Japón la educación era obligatoria durante los 8 primeros años, y cada
escuela de Hiroshima era un enorme local con capacidad para 2.000 niños.
El último minuto
Mientras Tokio, la capital, había sido
devastada en gran parte por los constantes bombardeos, Hiroshima era una
gigantesca ciudad intacta, con casas de madera construidas de madera liviana
para disminuir el constante riesgo de los terremotos. Todos los habitantes,
salvo los sacerdotes católicos y 500 japoneses, profesaban el culto Buda: había
750 templos, y apenas una pequeña parroquia católica en el centro mismo de la
explosión, y una capilla en el noviciado, a 6 kilómetros de distancia.
A pesar de que nunca había padecido un
bombardeo, la población de Hiroshima severamente disciplinada, se precipitaba a
los refugios cada vez que sonaban las sirenas de alarma. Había numerosas
sirenas distribuidas por toda la ciudad. El 6 de agosto de 1945, un poco antes
de las ocho de la mañana, los ciudadanos que se dirigían a su labor, y los
niños en la escuela (las clases comenzaban a las siete), oyeron sonar las
sirenas y corrieron a los refugios antiaéreos. Poco después se anunció que
había cesado el peligro y la ciudad reanudó su marcha normal.
¡El flash!
El padre Pedro Arrupe cuenta que en ese
instante, después de la misa y el desayuno, se encontraba en su alcoba cuando
sonaron las sirenas de alarma. Luego oyó la señal de que había cesado el
peligro. El día comenzaba como siempre. En el noviciado, a pesar de la
distancia, se advertía perfectamente el movimiento de la ciudad.
“De pronto vi un resplandor como el de la
bombilla de un fotógrafo”, dice el padre Arrupe. Pero no recuerda haber
escuchado la explosión. Hubo una vibración tremenda: las cosas saltaron de su
escritorio y la alcoba fue invadida por una violenta tempestad de vidrios
rotos, de pedazos de madera y ladrillos. Un sacerdote que avanzaba por el
corredor fue arrastrado por un terrible huracán. Un segundo después surgió un
silencio impenetrable, y el padre Arrupe, incorporándose trabajosamente, pensó
que había caído una bomba en el jardín.
¿Qué pasó?
El antiguo rector del noviciado de
Hiroshima, que tiene la apariencia de ser un hombre sereno, recuerda aquel
instante particularmente por el silencio. Transcurrieron más de 10 minutos
después del relámpago, sin que se hubiera dado cuenta de que la ciudad estaba
en llamas. Los habitantes del noviciado tuvieron tiempo de inspeccionar el
jardín, antes de que el humo blanco y espeso se disipara por completo y se
viera, a seis kilómetros de distancia, el gigantesco e incontenible incendio
que devoraba la ciudad.
“Ahora cualquiera entiende esto”, explica
el padre Arrupe. Pero aquel día nadie había oído hablar de una bomba atómica ni
de la posibilidad de que alguien la fabricara y la lanzara sobre una ciudad de
400.000 habitantes. Pensaron que se trataba de un accidente local, y los
funcionarios del noviciado se dirigieron a la ciudad a prestar los primeros
auxilios. Fueron en bicicleta.
Recuerdo del Apocalipsis
“No hay modo de describir lo que
encontramos”, cuenta el sacerdote. Y dice sencillamente que hay que imaginar el
caos: donde antes había calles no había sino escombros; donde había casas solo
se encontraban ruinas, y en la terrible crepitación del incendio y el humo y el
polvo, era imposible ver o escuchar algo que recordara la presencia humana.
Gente humilde de las aldeas vecinas
trataban de llegar al centro de la catástrofe. Pero era imposible. Las enormes
llamaradas de más de un ciento de metros de altura impedían el acceso a la
ciudad. Antes del medio día comenzaron a desarrollarse fantásticos fenómenos
atmosféricos.
Un terremoto de laboratorio
Primero fue la lluvia. Un violento
aguacero se desplomó sobre la ciudad y extinguió las llamas en menos de una
hora. Después fue un tremendo huracán que condujo por el aire enorme troncos de
árboles calcinados, rueda de vehículos, animales muertos y toda clase es
escombros. Por encima de las cabezas de los sobrevivientes , pasaron a
considerable altura, volando, impulsados por el huracán, los destrozos de la
catástrofe.
En aquel instante fueron aterradores,
pero en la actualidad aquellos fenómenos están perfectamente explicados: la
condensación de vapor provocada por la inconcebible elevación de la temperatura
-que se ha calculado en un millón de grados centígrados- fue el origen de la
lluvia torrencial. El vacío, la descompensación producida por la violenta
absorción, dio origen al huracán apocalíptico que contribuyó a agravar la
confusión y el terror.
Las primeras víctimas
El primer contacto que tuvo el padre
Arrupe con las víctimas de las catástrofe fue la visión de tres mujeres jóvenes
, abrazadas, que con el cuerpo en carne viva surgieron de los escombros.
Entonces comprendió que no s trataba de un incendio corriente: el cabello de
las víctimas se desprendía con extrema facilidad y en pocas horas la ciudad
había sido destruida por completo y sus habitantes reducidos a una confusa
multitud de cadáveres y moribundos ambulantes.
Se ignoraba cuáles debían ser los
primeros auxilios en aquel caso. No eran quemaduras corrientes. A un grupo de
niños socorrido por el padre Arrupe, se le desprendía sin esfuerzo el cuero
cabelludo. Entre piel y los huesos se encontraron pedazos de vidrios
incrustados.
A salvo en el río
Hiroshima e una ciudad construida en las
cinco islas formadas por el delta del río Otagawa. Cuatro brazos fluviales la
atraviesan de lado a lado. Cuando estalló el caos, cuando las llamas
gigantescas se levantaron en toda la ciudad, los sobrevivientes solo pensaron
en correr hacia el agua. A las cinco de la tarde el padre Arrupe logró penetrar
a la ciudad. Avanzó, con una multitud venida de las aldeas vecinas, por sobre
escombros, y vio cuerpos destrozados, rostros de agonizantes desfigurados y los
ríos densamente ocupados por una multitud caótica y delirante.
“Los niños de Hiroshima”
En la película “Los Niños de Hiroshima”
-una película que el padre Arrupe no ha visto- se ha reconstruido la
catástrofe, minuto a minuto. Por la descripción que hace el único testigo
presencial que ha venido a Colombia, se advierte que la reconstrucción del
filmes de una asombrosa fidelidad, de un milagroso realismo. La multitud se
desplazó, como una gran masa flotante, hacia los diferentes brazos de los ríos.
Y hubo una razón para que fueran mayores los estragos en la población infantil:
a las 8:10 de la mañana, hora en que estalló la bomba, puede decirse que no
había un niño en edad escolar cerca de sus padres. Todos estaban en la escuela.
Cuando al atardecer empezaron a prestarse los primeros auxilios, los padres de
familia estaban bajo los escombros de los hogares o los establecimientos
comerciales. Y los niños, todos los de Hiroshima, confundidos, desfigurados y
sin identificar; 50.000 niños estudiantes, estaban muertos, heridos o
agonizando en masa, bajo los escombros de las escuelas.
20 kilos de ácido bórico
En Hiroshima había 260 médicos, 200
murieron instantáneamente a causa de la explosión. La mayoría de los restantes
quedó herida. Los muy pocos sobrevivientes -entre ellos el padre Arrupe ,
graduado en medicina no disponía de ningún elemento para auxiliar a las
víctimas. Las farmacias, los depósitos de drogas, habían desaparecido bajo los
escombros. Y aun en el caso de que se hubiera dispuesto de elementos, se ignoraba
por completo qué clase de tratamiento debía de aplicarse a las víctimas de
aquella monstruosa explosión.
Los primeros heridos auxiliados por el
padre Arrupe, sin embargo, fueron favorecidos por un acontecimiento todavía no
explicado: en medio de la confusión un aldeano puso a disposición del sacerdote
un saco con 20 kilos de ácido bórico. Fue el primer tratamiento que se les
administró: cubrir todas las heridas con ácido bórico. En la actualidad, todos
se encuentran en buen estado de salud, dice el padre Arrupe, quien todavía no
puede entender qué hacía un campesino de Hiroshima con 20 kilos de ácido bórico
en su casa.
Tres causas de muerte
El antiguo rector del noviciado de
Hiroshima dice que en la ciudad no hubo pánico el 6 de agosto de 1945. La
población recibió la catástrofe con su indolente fatalismo oriental. Los
sobrevivientes se desplazaron hacia el agua no en busca de refrigeración -que
es una creencia generalizada- sino en busca de un lugar donde estuvieran a
salvo de las llamas.
Resulta imposible establecer por la
experiencia de Hiroshima, los verdaderos efectos de la bomba atómica. El lugar
donde estalló -a 600 metros de altura, pues fue lanzada en paracaídas- era el
centro geográfico y al mismo tiempo el centro comercial de la ciudad. En torno
a ese centro, en una área de dos kilómetros y medio, los habitantes fueron
víctimas inmediatas de la radioactividad, el calor y la explosión. En el área
de dos kilómetros y medio en torno al centro de radioactividad, fueron víctimas
de las reacciones térmicas y de la explosión. De allí en adelante, en un área
de seis kilómetros en la cual se encontraba el noviciado de la Compañía de
Jesús, las víctimas fueron ocasionadas exclusivamente por la explosión.
La huella de un hombre
El padre Arrupe opina que ninguna de las
personas penetraron el área de radioactividad después de la explosión sufrieron
trastornos físicos o mentales posteriores. Él mismo penetró esa área seis horas
después de la catástrofe, sin sufrir ninguna perturbación, pues el cabello que
ahora le falta -aclara sonriente- se ha desprendido de su cabeza por causas
diferentes a la radioactividad.
En el área de explosión hubo considerable
cantidad de víctimas, ocasionadas por los escombros y los cristales esparcidos.
En cambio, en el centro mismo de la explosión, en el área radioactiva, seis
sacerdotes que se encontraban en la sede de la parroquia -un edificio de
concreto-resultaron ilesos. Solo uno de ellos presentó más tarde trastornos
físicos ocasionados por la radioactividad. En el edificio del banco de Osaka
quedó estampada en la pared la silueta de un obrero que en el instante de la
explosión ascendía por la escalera.
Hoy
La recuperación moral de Hiroshima fue
casi inmediata. Al día siguiente de la catástrofe empezaron a recibirse
auxilios de las ciudades vecinas. Durante seis días cada sobreviviente recibió
una escudilla con 150 gramos de arroz. La fortaleza moral del pueblo fue
superior a la bárbara y despiadada experiencia atómica. En menos de una semana
se cremaron los cadáveres, se organizó a los sobrevivientes, se improvisaron
los hospitales y se identificó a los millares de niños que quedaron a la
deriva.
A fines de ese año la ciudad estaba
rudimentaria pero totalmente reconstruida. Los escombros había sido removidos y
las casas fabricadas de nuevo con latas de conserva, papel periódico y
desperdicios la catástrofe. Desde el trágico 6 de agosto hasta el momento
actual, ha sido reconstruida tres veces. La segunda vez fue de madera. En la
actualidad, y en virtud de una ley japonesa que ordena que sea construida en
concreto toda casa con más de dos plantas, la ciudad está completamente
modernizada, y tiene la calle más ancha del mundo: más de cien metros. Pero
para transitar por esa calle hacen falta las 240.000 personas que murieron en
la explosión.
Publicado en 1955 en el periódico “El Espectador” de Bogotá.
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