Por Margarita García Robayo
Fotografía: Ignacio Sánchez
1.
A la casa de don Ernesto se llega
en tren. Se toma en Retiro, en el centro de Buenos Aires, y se viaja en
dirección al oeste: son siete estaciones hasta Santos Lugares, así se llama
donde vive. El tren, como casi todos los trenes de la ciudad, está sucio y
destartalado. Por las ventanillas del vagón entra una luz brillante que hace que
todo lo que hay adentro se vea más feo de lo que es, y es bastante; es así la
luz de invierno, perversa como una lupa. Es de mañana. La señora a mi lado
huele a desodorante que se hizo grumo en el sobaco; el niñito sobre sus piernas
huele a aliento de mate y torta frita. Cuando se baja la señora la reemplaza
una señorita que se peinó con laca. Cuando se baja la señorita la reemplaza un
viejo que desayunó ginebra: “¿A dónde vas, piba?” —los ojos del viejo,
desteñidos por los años, no consiguen plantarse en ningún lado—. “A la casa de
don Ernesto Sábato”. El viejo asiente y al rato dice: “¿Vive?”.
Don Ernesto vive, pero no parece.
Así como pasa con los muertos, casi todo el mundo tiene historias que contar
sobre él. Historias que, en general, se cuentan en pasado. Historias que, en
general, no son amables. Se dice que fue hosco, antipático, infiel, vanidoso
como una casta damisela apetecida; se dice que se peleó con Dios, que se
reconcilió en el año 90 para casarse por la Iglesia con —su ya esposa— Matilde
Kusminsky, y que después se volvió a pelear; y que sufrió tanto de crisis
existenciales como de envidia. Se dice que amaba a su perro, que odiaba a
Borges, que odiaba a todos, que todos lo odiaban; que empezó a derrumbarse en
el año 95, cuando se murió su hijo Jorge Federico en un accidente de carro, y
terminó de derrumbarse en el año 98, cuando se murió Matilde de
arteriosclerosis. Se dice tanto más de lo que se sabe, aunque también se
sabe.
Se sabe que está encerrado, que
casi no ve, que no lee ni escribe, que apenas habla, que apenas se para, que se
dedica a pintar, que se alimenta de cosas blandas y aplastadas, que se
despierta antes de las ocho, que hace la siesta y se acuesta a las nueve, que
lo cuidan dos enfermeras. Se sabe que las enfermeras le leen fragmentos de sus
libros, en especial de Sobre héroes y tumbas, el preferido de don Ernesto. Que
es brillante, melancólico, pesimista, signo cáncer y que su ánimo fluctúa: eso
también se sabe; y que dos veces por semana recibe a un doctor. A veces lo visita
Elvira —su secretaria o su novia, no se sabe bien—, o Daniel, su asistente, o
Mario, el hijo que le queda. A don Ernesto, dice un sobrino que sabe, no le
gusta que le barran el patio: “caminar sobre el colchón de las hojas secas,
sentirlas crujir bajo los pies, eso le gusta”.
2.
Un señor caballero de la
literatura argentina, cuyo nombre prometí no revelar, me contó una historia
sobre don Ernesto. Es una historia tan vieja que todos los que participan en
ella, salvo su protagonista, ya murieron. Ocurrió así:
En la residencia Sábato se
celebraba una cena. Se comía y se bebía más bien mal, pero la conversación era
fabulosa. Se hablaba de libros, música, películas, personalidades de la
política y la cultura, y de ciudades lejanas que, para los presentes,
resultaban también tan familiares. No había por qué tener pudores en llamar a
algún presidente por su nombre de pila, o en decir cosas como que París es
tanto mejor en octubre, cuando ya no hay turistas pululando por las veredas,
arrastrando a sus críos bulliciosos. La conversación abarcaba un mapa muy
extenso: no es secreto para nadie que las personas muy cultas son también
mundanas y esplendorosamente venenosas y que les gusta dispersarse en cuánto
tópico les cae del techo: critican con igual fruición las publicaciones y
matrimonios recientes de los colegas que no están; y todo con la gracia propia
de los diálogos entre pares ilustrados, famosos y ligeramente ebrios. Cuenta el
narrador oral de esta historia que, en medio de la encantadora velada, a la
señora de la casa, doña Matilde, le dio un ataque repentino de picor de
garganta: intercalaba el ejercicio nada silencioso de rascársela con una
sonrisa forzada que habría amedrentado al mismísimo Guasón. Nadie entendía qué
le pasaba, hasta que se levantó súbitamente del lado de su marido y plantó un
susurro en cada una de las orejas que habitaban el comedor: “Por favor, hablen
de Ernesto”. Y, como un efecto dominó, se vio dar vuelta a las caras que en el
futuro estamparían los libros escolares de literatura argentina, en dirección a
la cabecera de la mesa: lugar que ocupaba el escritor notable, ensayista
excelso, físico culposo, comunista retirado, pintor mediocre, dueño de casa y
comensal mudo, don Ernesto. El resto de la noche se trató de él.
3.
La casa de don Ernesto queda en
la calle Langeri, a una cuadra de la vía; es blanca y amarilla, estilo
republicano, aunque desde afuera casi no se ve. Una reja verde la separa de la
vereda y después hay una selva pequeña que sirve de antejardín. El timbre no funciona,
el buzón de correo está vacío. Un telón blanco cuelga entre dos postes y cruza
la calle —en los barrios de Buenos Aires he visto muchos de esos, suelen decir
cosas como: “Los momentos más esperados se construyen paso a paso: ¡Feliz 15,
Sole!”—. El de la calle Langeri, me dirán después, también lo colgaron para un
cumpleaños, el número 99 de don Ernesto, el 24 de junio. Y dice: “Don Ernesto
Sábato, gracias por su aporte a la cultura y su defensa a los derechos humanos.
Gente de bien al servicio de la gente”. Lo firma el Grupo Gaspar Campos.
Ese día, además del telón, le
dieron un premio: el José Hernández. “Reconocer a Sábato es poner en valor lo
mejor de nosotros”, dijo el gobernador Daniel Scioli en el auditorio Astor
Piazzolla de la casa de la Provincia de Buenos Aires. El premio lo recibió su
hijo Mario; en el público estaba Estela de Carlotto, titular de las Abuelas de
la Plaza de Mayo; la periodista Magdalena Ruiz Guiñazú, cercana a la familia;
monseñor Justo Laguna, un ex obispo culto; un par de actores conocidos y ningún
escritor.
Para este cumpleaños los diarios
no le dedicaron tanto espacio como solían. Quizá porque se lo están guardando
para el año próximo, el del siglo, o quizá porque la fecha se les ha hinchado
de efemérides; antes, el cumpleaños de don Ernesto solo compartía cartelera con
la muerte de Gardel. Ahora se le sumaron otros cumpleaños: el de Lionel Messi
(23) y el de Román Riquelme (32), dos grandes del fútbol, dos héroes vigentes.
—¿Por qué no atenderán el timbre?
—le pregunto a la cajera de la pizzería que queda al lado de la casa de don
Ernesto.
—Ahí nunca atienden.
—¿Ah, no?
La cajera alza los hombros:
—Eso dicen.
Frente a la casa de don Ernesto
hay un paredón limpio, salvo por un grafiti que parece reciente: “El Quijote”,
dice. El paredón termina y se hace edificio, es el Club Atlético Defensores de
Santos Lugares y el jardín de infantes Leoncito y la Biblioteca Popular Ernesto
Sábato. Todo junto. La Biblioteca abre a las cinco de la tarde, me dice el
portero —que se presenta como uno de los más antiguos—, y que no va mucha
gente.
—Es el invierno —se disculpa. Don
Ernesto tampoco va a su biblioteca, porque don Ernesto ya no va a ninguna
parte; pero cuando sí iba, tampoco solía frecuentar ese club:
—No era un tipo deportivo —dice
el portero.
—¿Nunca vino?—Alguna vez.
—¿Lo conoció?
—Y sí, pero para mí era un socio
más. Lo que pasa es que la gente lo miraba con…
—¿Con qué?
—No sé, con respeto.
Frunce el ceño. El que sí iba con
frecuencia era su hijo Mario, pero ya no.
—…creció, se mudó lejos —dice el
portero.
Mario es director de cine. En
marzo de este año estrenó el documental Ernesto Sábato, mi padre, en el que
muestra escenas familiares filmadas desde 1962 hasta el 2007. El día del
cumpleaños proyectó la película en el Club Defensores de Santos Lugares, para
que la viera la gente del barrio. En una escena de la película, don Ernesto
dice de sí mismo: “Me considero una persona ni muy buena ni muy mala. Una
persona en el fondo solitaria, propensa a las depresiones más profundas. No soy
una persona muy recomendable”. En una entrevista en la televisión, Mario dijo
que a su papá solo le mostró la primera parte, que es un poco más feliz, para
que no se emocionara mucho, para que no se pusiera mal. Porque don Ernesto está
deprimido, eso también se dice.
Marta, sesenta y tantos, pelo
canoso, lentes de marco rojo, se muestra casi escandalizada:
—No, no, yo nunca le hablé, ¿cómo
le voy a hablar a ese señor? —está sentada afuera, en el pretil del club, y la
rodean seis niñitas que asisten a las actividades de vacaciones del jardín
Leoncito. Marta dice que don Ernesto no se daba mucho con la gente. Que doña
Matilde más o menos, pero que después se enfermó y la pasó tan mal que ya no
volvió a salir de esa casa sino en una camilla, tiesa de dolor.
Según algunos vecinos —José,
Tomás, Enilce—, a don Ernesto se lo vio por última vez en el año 2005. Coincide
con la versión de su hijo Mario: “Hace unos cinco años que el médico le
prohibió salir”.
—Yo lo vi por última vez con su
perro. Salía a pasearlo a la tarde y tomaba sol —dice José, cuarenta y tantos;
la panza se le derrama por encima del cinturón.
—¿Leyeron sus libros?
No leyeron. Enilce dice que leyó
El Túnel, pero como si no.
—¿Por qué “como si no” ?
—Porque fue hace mucho y me lo olvidé.
En octubre del 2005 don Ernesto
presidió una mesa de jurados del Primer Certamen de Novela de la Fundación
Aerolíneas Argentinas - Editorial Siglo XXI. Este dato sorprende, teniendo en
cuenta que la ceguera progresiva se la detectaron por allá en los
setenta.
—La entrega del premio fue en el
Centro Cultural Borges, él estaba acompañado por una mujer que lo sostenía del
brazo. Cuando llegó el momento de las fotos, nos juntaron a los dos ganadores y
a él, que me preguntó: “¿Y ahora qué pasa”. Yo le dije: “Están sacándonos
fotos”. Y él preguntó: “¿Y por qué"?. No supe qué decirle, se lo veía muy
perdido, como si no tuviese noción real de tiempo y espacio. Le contesté:
“Porque somos lindos”. Fue lo primero que se me ocurrió —dice Pablo Alí, el escritor
que ganó el segundo premio.
Allí, en el edificio que lleva el
nombre del que algunos —él mismo— consideran su más temible adversario, don
Ernesto debió hacer su última aparición pública. Pasaron casi cincuenta años
desde que Borges pronunció aquella sentencia subrepticia que, según los
detractores de don Ernesto, lo situó en el lugar que le corresponde en la
literatura argentina. Corría el año 1961 y salía Sobre héroes y tumbas con una
faja marketinera que decía: “Sábato, el rival de Borges”. Una periodista le
preguntó a Borges qué pensaba de esa frase y Borges, con su voz graciosamente
afectada, sus modos aristócratas, su cinismo disfrazado de inocencia largó:
“Qué curioso, a mí jamás se me habría ocurrido decir: Borges, el rival de
Sábato”.
En octubre de 2005, don Ernesto
fue invitado, también, a la inauguración de la Plaza Arturo Illia de Santos
Lugares, que había sido remodelada. Se hizo un pequeño acto liderado por el
intendente, pero Sábato no fue. En el año 2008 su casa fue asaltada por dos
adolescentes enmascarados. Según los diarios, estuvieron media hora adentro,
robaron 4300 pesos y nunca lo vieron.
4.
Esta historia de don Ernesto es,
quizá, más vieja que la de la cena. La fuente es otro escritor que, por
supuesto, pide confidencialidad. Ocurrió a finales de los cincuenta. Don
Ernesto ya había recibido piropos de Graham Green y Albert Camus, y estaba
catalogado como el gran cultor de la novela psicológica contemporánea —aunque
por la misma época fue que Bioy Casares escribió: “Es curioso el caso de
Sábato: ha escrito poco, pero ese poco es tan vulgar que nos abruma como una
obra copiosa”—. De cualquier forma, don Ernesto era famoso y alquilaba un bulo
con su —también famoso— amigo Leopoldo Torre Nilsson, director de cine que ya
murió. Torre Nilsson solía llevar al departamento a su amante de entonces
—quien después sería la mujer de su vida—, la escritora Beatriz Guido. Se
habían conocido en casa de don Ernesto, que sirvió de celestino al comienzo de
la relación. Cuentan que los amigos se alternaban el bulo, que Ernesto iba a la
mañana, no se sabía con quién; y que Leopoldo y Beatriz iban a la tarde y
solían encontrar el departamento hecho un desastre. Todo tirado por el piso,
como si un huracán de libido hubiese pasado por ahí. La pareja tenía tanta
curiosidad que planeó una emboscada. Revisaron el departamento antes de que
llegara Ernesto, para asegurarse de que todo estuviera ordenado y prístino.
Salieron del edificio, se apostaron en el bar de enfrente y vigilaron la
entrada. Esto, dice la leyenda, fue lo que vieron: don Ernesto entró solo al
edificio y al poco rato volvió a salir igual de solo. Leopoldo y Beatriz
vigilaron la entrada un rato más, esperando descubrir a la amante encubierta,
pero nunca salió. Decidieron subir hasta el departamento, sospechando que la
susodicha estaría aún allí, reposando la faena; cuando abrieron la puerta se
encontraron con el desastre habitual y el departamento vacío. Don Ernesto,
dicen que se dijeron, vivía romances tórridos consigo mismo.
5.
Violeta tiene diecisiete años y
una panza enorme y puntiaguda. Cecilia tiene veintitrés y un par de dientes
menos. Envueltas en lanas, se pasan las horas en una esquina de la calle
Langeri, tomando mate y vendiendo fiambre. Ahora no venden, es mediodía, están
cerradas. ¿Saben que en esa calle vive una especie de genio prócer olvidado?
Sí. ¿Saben que escribió libros notables y que ahora vive como una planta? Más o
menos. Nunca lo vieron. Nunca lo leyeron. ¿Vieron salir alguna vez a alguien de
esa casa? A una chica, sí, Silvina, dicen que se llama. Y que es la mucama, o
les parece. Y que es linda. Enfrente, en la papelería SV, una dependienta muy
modosa dice que no, que nunca vio a don Ernesto. ¿Lo leyó? Algo. ¿Qué leyó? No
recuerda.
En la esquina contraria, cerca de
las vías, cuatro muchachitos, chaquetas abullonadas, gorritos de invierno,
pasan el rato, patean piedras.
—¿Quién
—Ernesto Sábato, ¿lo conocen?
Vive ahí —señalo la casa.
—Ah, sí, el escritor —dice Maxi,
y da una pitada.
—¿Lo vieron alguna vez?
Nunca lo vieron. ¿Lo leyeron? Sí.
¿Qué leyeron? El Túnel. ¿En el colegio? Sí.
—¿Les gustó?
Juan dice sí; la mano de Maxi
dice más o menos; Jorge alza los hombros; el otro, Ari, se mira los tenis, se
saca uno y mueve los dedos envueltos en una media gastada:
—Pensé que estaba muerto.
Pasa el tren.
Al lado de don Ernesto vive un
señor elegante: lleva un sobretodo negro, sombrero, bigotes recortados, las
canas bien planchadas. Y está molesto:
—Vive como un anciano, ¿cómo va a
vivir si no? Acá vienen periodistas a preguntar cada cosa y yo digo ¿por qué no
lo dejan tranquilo? ¿Ya no hizo suficiente? ¿Ya no dijo todo lo que podía
decir? —señala el telón blanco que cruza la calle—. Qué más quieren que diga,
si casi ni puede hablar… Ni con Videla hacen eso, a ese lo dejan tranquilito,
pero a Ernesto vienen a atormentarlo, a él y a su familia. No es lindo eso, no
es nada lindo.
Niega con la cabeza, camina hasta
un auto negro, nuevo y lustroso. Le saca la alarma.
—Pero, señor —insisto—, ¿se
conocían bien? ¿Eran amigos?
El hombre me mira
condescendiente:
—¿Amigos? Es Ernesto Sábato,
señorita... —hace un amago por explicarme su respuesta, pero se ve que se
arrepiente y se sube al carro.
Son casi las tres, desde la
vereda del club la casa de don Ernesto se ve fantasmagórica. Un par de plátanos
(un árbol de Buenos Aires que no sirve para hacer patacones) engalanan la
entrada. Están pelados. En uno de los troncos hay una inscripción: “Julio”, y
debajo un nombre que debió borrarse con el tiempo o que nunca terminaron de
escribir. “Sofía”, parece ser: le falta la o y la í, se adivina la f. Entre los
dos plátanos hay un Ford Escort, color azul, viejo y sucio.
Don Ernesto llegó a esa casa en
1945, año en el que decidió dejar su carrera científica y dedicarse a escribir.
El dueño era un señor Federico Valle, y se la alquiló con él adentro: vivía en
el sótano. Don Ernesto se mudó con su hijo mayor y Matilde, preñada del segundo
—Mario, que nació ese mismo año—. Al cabo de un tiempo compró la casa y allí se
quedaron: “De aquí me sacan en cajón, porque Santos Lugares es mi patria
chica”, dijo en su cumpleaños número ochenta, en un homenaje que le hicieron
los vecinos de hace veinte años. Esa casa vio nacer a Juan Pablo Castel y María
Iribarne, los protagonistas de su mayor éxito; pero también vio salir a su
esposa, tapada con una sábana hasta la cabeza. Poco antes de morir, Matilde
publicó un par de libros: uno de cuentos —El conjuro— y uno de poemas —Cenizas
y plegarias—: Quién de los dos /quedará en el vacío de las sombras, / sin el
latente custodio de su cuerpo. / Quién sufrirá la alejada presencia / llenando
el vacío de los cuartos —dice la estrofa final de un poema del libro, que está
dedicado a Ernesto. Y queda él, ahora se sabe, pero no parece.
—Yo creo que no se muere
porque todavía está esperando lo que sabemos —me dice José, el vecino panzón.
—¿Qué es lo que sabemos?—Bueh
—pone cara de obviedad—, el Nobel, lo que todos los grandes han esperado pero
no les llega. Yo creo que allá en Suecia no nos quieren a los argentinos.
Más tarde, Lila, estudiante de
Letras, vecina de Santos Lugares, se sentará a mi lado en el tren de regreso y
me dará su teoría:
—Yo creo que la amargura y las
drogas duras te transforman en una persona longeva. Mirá Ciorán. Mirá los
Rolling Stones, que tienen como noventa años y parecen de veinticinco.
Todavía más tarde, Antonio,
estudiante de Historia, aspirante a escritor, borgeano visceral, me dirá:
—Todos sabemos que se murió;
alguien tiene que ir y avisarle.
Pero ahora sigo en la calle
Langeri. Y toco el timbre. Y nadie sale. Me asomo a la reja: en medio de la
selvita alguien sembró el esqueleto de una sombrilla. Vuelvo a tocar. Nadie. No
se oye el zumbido de una mosca.
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