Por Marianne Ponsford
Fotografías: Camilo Rozo © 2010
I.
Esta será, amable lector, una historia triste.
II.
Cuando uno sube hacia Aranzazu desde el sur, desde el valle del río Cauca,
tiene la sensación de que se lo está tragando la montaña. Atrás se queda la
planicie abierta y verde, con sus enormes ceibas centenarias meciéndose con
modesta dulzura a la vera del río, en ese aire como dormido de la tierra
caliente. Primero el paisaje se va ondulando y se llena de cerros breves, como
un mar que se inquieta antes de la tormenta. Después de dejar atrás Pereira, la
carretera comienza a serpentear cuesta arriba sin tregua hasta llegar a
Manizales. Pero en Manizales uno todavía alcanza a ver el valle, amplio y
magnífico, en la distancia.
En cambio, en el trayecto que va de Manizales a Aranzazu, un municipio en el norte
del departamento, la cordillera parece un abanico que se cierra de golpe. Los
cauces de las quebradas no son más que navajazos entre las altísimas paredes
verdes, llenas de una vegetación húmeda y bella, misteriosa.
Aranzazu está casi a 2.000 metros de altura, y hace un sol radiante al
mediodía. El pueblo no puede ser más pintoresco. Los jeeps de colores se
alinean en la plaza central recién remodelada, parqueados como para una
exposición. Las casas están perfectamente pintadas, no hay un solo papel en el
suelo, y todo el pueblo parece haber decidido salir a la calle: es sábado, y la
gente de las veredas vecinas ha venido a comerciar. Los hombres llevan sus
camisas recién planchadas, impecables, su toallita al hombro, su bigote recio y
su sombrero blanco bien puesto, y se juntan en grupos pequeños a conversar. No
parecen tener ninguna prisa. Hay una sensación muy nítida de próspera dignidad.
El pueblo es tan escarpado, y el desnivel entre la imponente iglesia y el
terraplén de la plaza es tan alto que debajo de la iglesia se han montado
algunos negocios. Curiosamente, esa hilera de almacenes que dan a la plaza,
empotrados debajo de la iglesia —que ya de por sí tiene pretensiones de
catedral—, le dan al edificio un aire de exagerada monumentalidad.
Aranzazu tiene poco más de 12.000 habitantes, y de ellos, 580 han sido
diagnosticados con trastorno afectivo bipolar. El término médico suena extraño,
sobre todo porque nada tiene que ver con el afecto. Tal vez ayude saber que
hace 25 siglos, Hipócrates lo llamaba melancolía. O tal vez no, porque la
palabra melancolía ha ido adquiriendo a través de los siglos un significado
entre ingenuo y nimio, el del padecimiento romántico por excelencia, y sirve
para poco más que para un título y un puñado de versos memorables. La
enfermedad, en cambio, es terrible.
III.
Llamémosla Ana.
Hace tres meses, una mañana de mayo, Ana se ahorcó. Cerró con llave todas las
puertas de su casa, aseguró las ventanas y se dirigió a la cocina. Tomó una
vela, la prendió y la puso sobre la mesa, como si hubiera querido ella misma
anticipar su velorio. Ató una soga a la viga del techo, hizo el nudo, se lo
metió por la cabeza, apretó fuerte, se subió a una silla y saltó. Ana tenía 58
años y vivía con su esposo en una finca de la vereda Campoalegre, en Aranzazu,
y el suyo es el tercer suicidio en ese municipio en lo que va corrido del año.
Los tres suicidas habían sido diagnosticados con el trastorno afectivo bipolar,
al igual que el 5% de los habitantes de Aranzazu.
Voy a intentar reproducir aquí, en términos legos, lo mejor que pueda, en qué
consiste la enfermedad. Le debo a la amable paciencia del psiquiatra Eduardo
Baena lo que he entendido y, así mismo, la seca tristeza que me ha quedado ante
las devastadoras cifras de bipolaridad en la región.
Todos los seres humanos tenemos estados de ánimo que oscilan entre la alegría,
la felicidad y la tristeza leve o profunda. Reaccionamos ante los
acontecimientos traumáticos de la vida, como ante las buenas noticias. En toda
vida hay tantos dolores como alegrías. Y a veces, tantas veces, mucho más
sufrimiento que felicidad. Digamos que si uno traza una línea recta horizontal,
oscilamos suavemente hacia arriba y hacia abajo, trazando una suave curva que
sube y baja, atravesando esa línea horizontal. En los pacientes bipolares, esa
curva es simplemente mucho más pronunciada. Dramáticamente más. Si tienen un
episodio y la curva sube hacia el territorio llamado manía, pueden llegar a
tener ideas delirantes —curiosamente, muchos se creen dioses, sanadores,
salvadores del mundo—, comportamientos irascibles, una euforia desmedida
(gritan, saltan, se ríen a carcajadas) y un amor propio magnificado hasta el
absurdo. Gastan enormes sumas de dinero convencidos de que son genios
financieros y asedian a las personas del sexo opuesto creyéndose irresistibles.
Apenas si duermen, y despliegan una energía desmesurada. Se creen perfectos,
brillantes, poderosos. Superiores a todos los demás. Y por supuesto, es
imposible razonar con ellos. Algunos pacientes solo tienen este tipo de
episodios, pero otros llegan a entristecerse hasta tal punto —y aquí la curva
se desploma—, que caen en la más profunda depresión. Y en esa depresión, el 15%
de los pacientes se suicida. El 15%. Lector, este promedio es más alto que el
de la mayoría de las muertes por diagnóstico de cáncer. Pocas enfermedades
tienen un índice tan alto de mortalidad.
El trastorno afectivo bipolar se puede tratar y el paciente, tener una vida más
o menos normal. Ese paciente debe ser monitoreado todo el tiempo, porque la
medicación para la fase maníaca es distinta a la que se administra en la fase
depresiva. Y la medicación no garantiza que no pueda tener recaídas. Hasta hace
cuatro años, en Aranzazu ni siquiera había un psicólogo de planta. Hoy, Leidy
Johanna Ocampo, cuya ayuda para este artículo ha sido invaluable y cuya sobria
compostura profesional contradice sus pocos años, vive allí. Si algo le
gustaría es que hubiera un psiquiatra de planta en el municipio. O por lo menos
uno que viniera una vez por semana. ¿No es lo mínimo que se puede pedir? Caldas
no es un departamento pobre. Pero en los tiempos que corren el progreso se mide
con otras varas y es más importante invertir en carreteras que en salud. Y es
que cada vez que un paciente tiene un episodio maníaco, debe ser hospitalizado
de inmediato. Ante la falta de un psiquiatra local, deben ir hasta Manizales.
Sí, en su estado. Sí, muchas veces solos. Y sí, se pierden por el camino, no
llegan, por supuesto. Es insensato. Pero solo un psiquiatra puede hospitalizar
y medicar.
Si el paciente se medica, su vida puede ser como la de cualquiera. Alan García,
el presidente de Perú, por ejemplo, es bipolar. Y de hecho, una amiga de Ana
asegura que era una persona completamente normal. Recuerda, sí, una tarde, años
atrás, en la que comenzó a gritar como loca, sin motivo. Y que la llevaron al
hospital mental de Manizales. Pero aquello había pasado. Ana no estaba, aquella
mañana de mayo de su suicidio, en tratamiento; ningún psiquiatra la veía; no
tomaba ninguna medicación.
IV.
¿Por qué? Hay que preguntarse por qué. Si las estadísticas dicen que el
porcentaje de la población mundial aquejada por el trastorno afectivo bipolar
está entre el 0,4 y el 1,6 % de la población, ¿cómo es posible que las cifras
de Aranzazu lleguen al 5%?
¿Qué tiene este plácido pueblo de particular? La respuesta es nada. Aranzazu no
tiene nada que lo distinga de los otros pueblos de la zona y comparte con ellos
su historia. Simplemente, la Universidad de Antioquia —entre los muchos
estudios que ha hecho en la zona a lo largo de los años— llevó a cabo una
investigación exhaustiva hace siete años en el municipio. Y a partir de ahí,
han llegado a la prensa algunos pocos artículos sobre los bipolares en
Aranzazu. Es por eso que esta revista me ha enviado al pueblo. Pero la realidad
es aún más turbadora: toda la zona del norte de Caldas, del sur de Antioquia e
incluso de Risaralda tiene un porcentaje similar de bipolaridad. De hecho,
entre el 70 y el 80% de los pacientes del hospital mental de Pereira egresan
con diagnóstico de trastorno afectivo bipolar. Y en Aguadas, cuya población es
más alta que la de Aranzazu, el año pasado había casi 700 casos diagnosticados.
Así mismo, podría dar aquí las altas cifras de intentos de suicidio en
Pensilvania del 2008. Si se navega por la red con paciencia, los ejemplos van
corroborando toda esta triste realidad: Santuario, Pácora, Salamina… Los
hospitales y centros de salud de la zona lo saben. Las cifras del sur de
Antioquia son también tan altas, que no es exagerado hablar de una endemia en
la zona, cuya definición es sencillamente una enfermedad que afecta a un número
de individuos superior al esperado en una población durante un tiempo
determinado.
Ahora sí podemos intentar responder por qué. Para ello, es necesario primero
contar lo que se sabe sobre las causas del trastorno. La bipolaridad es una
enfermedad que resulta de varios factores: unos genéticos y otros ambientales.
Es decir, es necesario heredar la alteración genética, pero es posible que a
pesar de tenerla, la enfermedad no se desarrolle nunca. Hace falta —no sé muy
bien cómo decirlo y me excuso por la torpeza— un golpe de la vida. Los factores
ambientales que se suelen citar como detonantes frecuentes son la pérdida de
uno de los padres, el abuso físico y sexual en la infancia y los sistemas
educativos represores, muy severos. O el trauma del parto en las mujeres.
El factor genético se debe simplemente a que toda la zona fue poblada por la
colonización antioqueña. Y los colonos, que buscaron las tierras altas, más
frías, para evitar el paludismo, fueron fundando los pueblos de Caldas anclados
en lo alto de esa dura y cerrada montaña. La geografía, allí, no es inocente.
Se dice que la alteración genética (que no es fácil de rastrear y todavía hay mucho
de especulación en ello) fue heredada de los vascos, y ellos, a su vez, de las
migraciones judías en el viejo continente.
Cuando se habla de la colonización antioqueña, a veces se piensa que la
migración hacia el sur en busca de oro y fuentes de sustento que se dio a lo
largo del siglo XIX fue inmensa. Pero no. No eran más que un puñado de gentes
en busca de una vida. Los pueblos eran diminutos y aunque no les guste
demasiado admitirlo, se casaban entre sí. Es la endogamia la que ha producido
las cifras. Ignacio Zarante, profesor asociado del Instituto de Genética Humana
de la Universidad Javeriana, dice que no es gratuito que los primeros códigos
penales europeos castigaran, ante todo, el incesto: puro instinto de
supervivencia. Pero es que en Europa no existe ese apretado nudo de las
cordilleras colombianas, que sumieron esos pueblos en un aislamiento casi total
durante siglos. De hecho hoy, uno nota que entre pueblo y pueblo del norte de
Caldas hay casi exactamente una hora en carro. Y esa hora de hoy, cuenta el
doctor Zarante, equivale a un día a caballo del siglo antepasado. Estaban bien
lejos entre sí.
Y es que toda la historia se confabula. Los indígenas de Antioquia fueron
exterminados con más eficacia que los de otras regiones del país. Uno lo ve en
el pueblo: blancos, de ojos claros, buenos mozos. Los fenotipos son muy
recurrentes: si uno lo piensa, no es gratuito que la imagen de un Juan Valdez
produzca tan alto grado de identificación colectiva. Es que las gentes se
parecen mucho.
Algunos habitantes de Aranzazu han elaborado con paciencia su árbol
genealógico, y se sabe que la mayoría de sus habitantes descienden de
Marinilla. Se han hecho estudios para evaluar las relaciones genéticas entre
los habitantes de uno y otro pueblo, analizando la frecuencia de los apellidos.
El resultado es que los dos pueblos comparten, hoy por hoy, el 45,6% de ellos.
Es por eso. Por eso hay tanta gente allí que se hunde en el quieto abismo de la
depresión.
V.
Paréntesis. ¿Será casualidad que la música montañera sea tan triste? ¿Que en
sus estrofas hasta los guaduales se echen a llorar? ¿O qué el tango tenga en la
cultura antioqueña tanto arraigo? ¿Dónde acaba el cuerpo y dónde empieza el
alma de los hombres? ¿Dónde se encuentran? ¿Dónde se acaba el sufrimiento del
cuerpo y dónde comienza el sufrimiento del espíritu?
La cultura católica es tan binaria, tan simple, que ha creado un poderoso
modelo de oposiciones: el bien y el mal, el cielo y el infierno, el cuerpo y el
alma. Pero la realidad no está hecha de efectistas antagonismos sino de
ambiguas zonas grises.
Ana no lo supo nunca, pero es posible que el alma de los hombres esté alojada
en alguna misteriosa combinación genética. Que toda expresión de la voluntad de
elevación del espíritu del hombre puede ser leída desde la biología. Toda ansia
humana de trascendencia, toda pregunta por la existencia, podrían estar
encapsuladas en el denso ovillo de los cromosomas. Polvo eres y en polvo te
convertirás.
VI.
Te dije, lector, que esta era una historia triste. No es la historia de un
pueblo de locos, en absoluto. Aquí no hay caricatura posible. En Aranzazu la
vida es apacible, y el pueblo, abrazado de verde, es muy hermoso. Sus
habitantes son, de veras, amables y tranquilos. La sirena del pueblo suena a las
diez de la noche y todos los menores de edad deben marcharse a casa. Pero tras
las puertas cerradas de todos esos pueblos y ciudades de la zona, mucha gente
sufre. Lo que pasa es que este tipo de enfermedades se absorben como tragedias
silenciosas. Con un "aquí hay mucha gente como apagada" aceptan el
problema. Pero eso que la psiquiatría llama, con correcta asepsia profesional,
factores ambientales se traduce en infancias muy dolorosas, en las durísimas
vidas de las gentes pobres, en una historia de poca escolaridad, de maltrato,
de absurdas exigencias: sea fuerte, sea berraco, no llore, sea macho, haga
plata, triunfe o usted no sirve para nada. Y si es mujer, aguante, mija, que
para eso vino al mundo. Esa es la cultura paisa.
La historia de vida de Olga, la segunda mujer que se suicidó este año, es
desoladora. Huérfana, explotada de niña por parientes lejanos, probó el bazuco
antes de los diez años. Por fin, después de muchos penosos ires y venires, de
un matrimonio y hasta de un hijo, logró encontrar algo de felicidad con una
joven mujer. Pero su hermano, al enterarse, horrorizado, amenazó a su pareja, y
esta la abandonó. Olga tenía 38 años cuando se quitó la vida. Había sido
diagnosticada, pero tampoco tomaba medicación.
Los prejuicios, la intolerancia, la reaccionaria cerrazón son como espejos
metafóricos del infranqueable relieve. ¿Dónde acaba pues la geografía del
paisaje y dónde comienza la geografía del corazón? ¿Dónde el adentro y dónde el
afuera de las cordilleras? ¿Y cuántos de nosotros portamos en los dedos los
anillos de Saturno, ese dios implacable de la tristeza exagerada?
Pero, de nuevo, hay que llamar a las puertas del desarrollo. Apertura,
educación, más inversión en salud mental. No puede terminar de otra forma este
artículo más que tocando a las puertas de la Secretaría de Salud de esos
departamentos. Si los pacientes están monitoreados, medicados, lograrán el
milagro feliz del equilibrio. Y eso es más progreso que cualquier autopista,
aunque nadie pueda inaugurarla ni hacer discursos autocongratulatorios. Nadie
puede cortar la cinta exacta la felicidad. Pero para muchos, para un altísimo
5% de una vasta población, sí se puede procurar un poco de sombra fresca para
el salvaje sol de la melancolía.
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