Por
Alberto Salcedo Ramos
A ella
no le gustaban ni el ruido, ni la histeria, ni las parejas que se besaban en la
calle, ni los niños que se sentaban a la mesa sin lavarse las manos, ni las
mujeres que llamaban siete veces diarias a la casa del novio, ni los hombres
que se descamisaban en público.
Todavía
hoy me parece que su sentido del deber era dramático y en algunos casos hasta
desconsiderado con ella misma. También
se me antojaba excesivo el rigor con el que solía entregarse a la búsqueda de
la verdad, aun en los casos en que esa verdad podía resultarle adversa o
dolorosa. Mi madre era incapaz de regalar un piropo en el que no creyera. Mi
madre odiaba el engaño, así éste se mimetizara en un objetivo aparentemente
razonable, como el de amortiguar la calamidad con una pirueta del lenguaje. Mi
madre jamás se ponía capuchón para expresar —siempre en voz alta y sin rodeos—
sus opiniones. Más de dos veces la vi correr el riesgo de decir la verdad
incómoda a la que los demás le temían, simplemente porque para ella ninguna
mentira era piadosa.
Cuando
le salieron las canas, cuando le nacieron los primeros nietos, aprendió
—cautelosa, sabia— a manejar sus propias intolerancias, para no sufrir a costa
de ellas ni fastidiar a las demás personas con sus reclamos. Ya no perdía el
tiempo amonestando a los ruidosos con una mirada fulminante, como en el pasado,
sino que se apartaba del escándalo, en busca de una trinchera donde poner a
salvo su tranquilidad.
En el
centro de todo ese sentido psico-rígido del orden, mi madre era un melocotón
que se deshacía en el paladar: nos hacía cosquillas hasta sacarnos las
lágrimas, nos escondía un juguete cualquiera y nos retaba a que lo
encontráramos, mientras iba repitiendo en voz alta las palabras “frío”,
“tibio”, “caliente”, según estuviéramos lejos o cerca de lograr el objetivo;
nos daba un confite de almendra por cada beso sonoro que estampáramos en sus
mejillas. Si yo pudiera morir acostado en mi cama mientras contemplo los
arabescos de las telarañas en el techo, y si tuviera, además, la oportunidad de
elegir en ese momento la imagen con la cual quisiera irme de este mundo,
escogería el siguiente recuerdo. Veinticuatro de diciembre de 1973. Yo tenía
diez años. Estaba estrenando un pantalón blanco de lino que mi madre me había
regalado ese mismo día, por la tarde, con una de sus advertencias favoritas:
—Ya sabes, m’ijo: este pantalón
es muy elegante. Trátalo como si fuera un arreo de la iglesia.
Sin
embargo, esa noche, en vez de andarme con remilgos para proteger el pantalón
como ella proponía, me fui a merodear por el cine de Arenal, el pueblo en el
que vivíamos. La calle, que en aquel tiempo no había sido pavimentada, era una
polvareda de espanto debido a la aglomeración de gente. La muchedumbre estaba
reunida alrededor de una mesa de madera rústica, sobre la cual giraba una
ruleta llena de números. Yo me quedé fascinado frente a los colores de la
rueda, frente al sonido que producía cuando rotaba, frente a los alaridos
tremendos de los adultos. Me impresionaba – supongo – el poder imprevisible del
azar. Entonces me animé a apostar los cinco pesos que me había regalado mi tío
Gonzalo y, para mi sorpresa, gané: de un solo tirón resulté embolsándome
treinta y cinco pesos. Con las ganancias compré, entre otras cosas, una
empanada de huevo para obsequiársela a mi madre. Estaba tan embriagado por el
sabor del triunfo, que me guardé la empanada en el bolsillo izquierdo del
pantalón. Mientras corría desbocado hacia la casa, sentía la sensación de
llevar en el muslo un tizón prendido. En cuanto llegué, mi madre notó,
aterrorizada, el círculo amarillento de grasa que había convertido mi pantalón,
mi fino pantalón, en un trapo de miseria. En seguida corrió hacia mí con el
rostro transfigurado por la furia. Era evidente que se aprestaba a troncharme
la cabeza. En ese momento me saqué el paquete del bolsillo y le dije:
—Mira lo que te compré, mami.
Su
semblante pasó sin ninguna transición de la rabia al regocijo. Me besó en la
frente una y otra vez, me apretó emocionada contra su pecho, los ojos llorosos,
la risa alborozada, como celebrando de golpe la ruina del pantalón, solo porque
le permitía recibir aquel detalle cariñoso de su hijo bruto. A menudo, cuando
las cosas no van bien para mí, me aferro a este recuerdo estremecedor como el
náufrago al salvavidas.
En mayo
del año 2000, cuando me enteré de que mi madre padecía cáncer de páncreas, les
rogué a los médicos que le ocultaran la verdad. Quería evitar que el susto la
matara antes que la enfermedad. Los médicos desoyeron mis súplicas y le
aventaron la mala noticia de un modo que a mí se me antojó demasiado brutal.
Ella se impresionó mucho, lloró, rezó, dijo que quería seguir viva. Sin
embargo, no resistió la cirugía que le practicaron. A veces creo que no la mató
el bisturí sino la angustia de saber que estaba gravemente enferma. Entonces
repruebo al doctor que, en contra de mi voluntad, se atrevió a contarle el mal
que tenía. Pero al final termino entendiendo que mi madre, mujer de una sola
pieza hasta el último aliento, no hubiera aceptado ni siquiera esa mentira.
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